Repita conmigo: todos tenemos ideología. Así como lo lee.
Cada uno contamos con nuestro propio conjunto de ideas fundamentales que caracteriza nuestro pensamiento, que organiza nuestra interpretación de la realidad y guía nuestras decisiones en situaciones cotidianas. En alguna medida compartimos ideología con otra gente. Nuestra pertenencia voluntaria a una comunidad responde a que nuestra mente está organizada por la misma ideología del resto de sus miembros.
Los capitalistas —la mayoría de humanos hoy— compartimos la ideología del capital: priorizamos el intercambio comercial entre individuos formalmente libres, valoramos el dinero fiduciario y la deuda y no estigmatizamos el lucro. Somos capitalistas ideológicos, que no exige ser ricos ni poseer medios de producción, solo creer en ello. Aunque la semana pasada apunté que muchos gerentes comparten y promueven una versión virulenta de esta ideología, conviene reconocer que tampoco es la única vigente.
La reflexión resultó oportuna. Hace 8 días el presidente Giammattei designó al Dr. Edwin Asturias como Comisionado Nacional Contra el Coronavirus. Ave Caesar, morituri te salutant. Se ha embarcado Asturias en una aventura cuya letra menuda casi podría decir que una de las funciones es ser chivo expiatorio. Pero divago.
No estaría ni seca la tinta del nombramiento cuando un muy joven politólogo se lanzaba a apercibir al académico experimentado: «[m]e preocupa que en el ejercicio de su función no quiera escuchar ciertas opiniones por razones más allá de la crisis», rezongó en alusión a las persuasiones políticas de Asturias. No fue el único, sino más bien el frente juvenil de un cuestionamiento conservador a las idoneidad del comisionado.
Hubo quien quiso defender a Asturias diciendo que la ciencia es ciencia, no ideología. Nada más alejado de la realidad. La ciencia es enfáticamente ideología, un «conjunto de ideas fundamentales que caracteriza el pensamiento de una persona, colectividad o época…». Tiene las mismas características que ya detallé para la religión y la economía, aunque con sus propios contenidos. Primero, postula que la realidad es física, concreta y medible. Segundo, supone que que la realidad física lo abarca todo. Por ello, tercero, incluye hasta lo que no entendemos aún. Cuarto, hacer ciencia es buscar explicaciones que incorporen lo que aún no entendemos dentro del conjunto de lo explicado como parte de la realidad física. Quinto, la ideología científica compromete: no se cree en la ciencia, se es científico. Y por ello sexto, presupone que es inevitable cumplir las reglas de la realidad: son leyes de la naturaleza.
Pero si todo —religión, economía, ciencia y más— es ideología, ¿cómo diferenciar? ¿Da igual ser comunista, cristiano o científico? Y todo con la precaución de que podemos tener más de una ideología, incluso incompatibles. Los humanos somos buenos en reconciliar lo irreconciliable, cuando conviene.
Crucialmente, la búsqueda de explicaciones que está en el corazón de la ciencia exige la disposición permanente a revisar lo que se piensa, si la evidencia lo requiere. Este hábito mental y práctico es distintivo de la ciencia como ideología, tanto como lo es en la religión el rechazar la evidencia si no concuerda con los postulados fundacionales o con los libros sagrados. Pregúntele a Galileo.
Por eso aquí me fijo en una característica particular de las ideologías, incluyendo la ciencia: más que su funcionalidad (pues incluso una idea errónea sirve a quien se beneficia de ella), lo que demarca a la ciencia de otras ideologías es su eficacia. El habito de revisar lo que se piensa basado en la evidencia la hace autoperfectible. Por eso, a diferencia de otras ideologías, puede construir descripciones y predicciones cada vez más precisas de la realidad material.
Vaya sorpresa, solo una proporción mínima de científicos y académicos de las ciencias «duras» son conservadores.
Y así regresamos, como corolario, al joven analista. Sí, las ideologías conviven en nuestra cabeza aunque choquen —creyente religioso y científico, por dar el ejemplo más obvio— pero suelen alinearse. Y, vaya sorpresa, solo una proporción mínima de científicos y académicos de las ciencias «duras» —esas que se refieren a la realidad material, no a lo que nosotros quisiéramos que fuera la realidad— son conservadores. Podemos aventurar que es porque perfeccionar el conocimiento requiere abrirse al cambio y esto por definición se dificulta en el conservadurismo.
Así como joven se es solo una vez, pero inmaduro se puede ser toda la vida, algunos jóvenes heredan por desgracia una rigidez mental digna de sus abuelos —los mismos que nos heredaron al resto este infierno que llamamos patria—. Al intemperado politólogo convendría reflexionar sobre esto y animarse a ir más allá de su zona de confort antes de anquilosarse para siempre.
Ilustración: Marcelle Roulin como bebé (1888), de Vincent Van Gogh.