La historia no es fruto de una sola parte, todos intervenimos en ella. Pero algunos tienen bastante más poder que otros para escribirla.
Los sistemas sociales tienen una particularidad casi orgánica: se reproducen y viven más allá de sus miembros. Mientras no cambien la reglas, pueden reemplazarse las personas, que las estructuras seguirán intactas, las relaciones sociales seguirán vigentes.
Esto tiene implicaciones prácticas e implicaciones éticas. En términos prácticos, querer cambiar el sistema exige esforzarse en cambiar sus reglas. El optimismo desenfrenado del «¡sí, tú puedes!» es tan ineficaz como el peor cinismo, si la intención no se concreta en nuevas reglas.
Por esto resultan tan importantes las batallas en torno al Ministerio Público y la fiscal Paz y Paz, las arbitrariedades de la Corte de Constitucionalidad, la espuria condena del Tribunal Deshonor del Colegio de Abogados a la jueza Barrios, y la exención de responsabilidad ante el plagio de Manuel Baldizón. Todos estos casos consideran conductas de personas particulares. Pero no está allí su clave.
La razón para promover cada una de estas causas, entendamos, es que buscan confirmar nuevas reglas sociales y afirmar la vigencia de las leyes que las sostienen. Reglas que dicen que no se puede ejercer el poder sin asumir responsabilidad, como lo ha querido hacer Ríos Montt. Reglas que dicen que no se puede hacer trampa –en cosas grandes, medianas ni pequeñas– como lo ha hecho Manuel Baldizón, y pretender un puesto de elección popular. Reglas que dicen que la más humilde viuda ixil, tanto como el más encumbrado ciudadano, puede pedir justicia contra un comandante kaibil que arrasó con su aldea y saber que la violencia sin control no es lícita ni legítima.
Ríos Montt, Baldizón, la ixil y el kaibil son reales, pero incidentales. Lo que está en juego es más que ellos: es confirmar de manera práctica, operativa, que la sociedad en que queremos vivir no admite que prevalezcan la irresponsabilidad, la mentira, la violencia o la injusticia.
Confirmar esas reglas es el lado práctico del asunto. Sin embargo, van más lejos las implicaciones éticas. La historia no es fruto de una sola parte, todos intervenimos en ella. Pero algunos tienen bastante más poder que otros para escribirla. Es aquí que la responsabilidad de las élites se torna inescapable. Es natural y razonable que un heredero de fortuna empresarial, buen ciudadano y con interés social, centre sus esfuerzos en maximizar el ambiente de negocios. Pondrá empeño en promover acuerdos comerciales y liberalizar la economía. Buscará fortalecer la educación para tener una nueva generación de empleados mejor formados y más productivos. Escogerá sus batallas, pues las energías son limitadas.
El reto es que aquí estamos ante algo muy distinto. Corren gran riesgo los empresarios reformadores, los intelectuales de élite, cuando alinean discursos con gente reaccionaria, por una ingrata disciplina, por una malhadada solidaridad de clase. Es señal de ingenuidad –en el mejor de los casos– y malicia en el peor, callar ante abusos que tienen poco que ver con los personajes y todo con el mantenimiento de un statu quo perverso, cuando no criminal.
Es miope congratularse por la afrenta a la jueza Barrios, aunque la causa –el juicio y castigo de Ríos Montt– les sea desagradable. Aunque en su momento, Barrios se hubiera arrebatado alegre ante la justicia cumplida. Aquí no está en juego la reputación de una jueza, sino la independencia judicial y el papel de la profesión jurídica. Es irresponsable usar la vergonzosa exención de un político plagiario como ocasión para ganar terreno para las universidades privadas de élite, si lo que urge aquí es una academia pública más seria, no más débil.
Es imprudente suscribir un medio en internet que ya demostró su vocación como fábrica de anónimos, de pasquines ruines. De esa misma virulencia beben los que creen que el fútbol se juega con garrotes y cuchillos. Es ilusorio regodearse hoy, porque Paz y Paz ha sido excluida a pesar de tener la segunda calificación más alta. Como si esto no terminará afectándoles cuando busquen amparo de la misma justicia que han quebrado.
Aquí urge confianza, bien lo señala uno de los mejores analistas. Pero los miembros de la élite, ésos que dicen querer el bien, deben comprender cuánto cuesta confiar en ellos. Su silencio grita que la ética sobra cuando los capos llaman al orden, cuando se trata de ganar sin cambiar nada.