Álvaro Arzú Irigoyen entendía lo que los micromanagers pierden de vista, eso que un capo exitoso pesca por instinto. Hay que saber delegar.
Una de las fortalezas gerenciales de Arzú era encontrar a la persona idónea para cada cargo. Como ilustra la película El irlandés, delegar bien exige tener a quien saque sin chistar la tarea completa. Baste señalar que escogió a Ricardo Quiñónez como adlátere más cercano: leal y diligente. Sobre todo, paciente. Si el tío político no hubiera muerto, sabría seguir esperando su turno.
El último legado de Arzú, acorralado por la Cicig, fue colocar a su hijo homónimo en la presidencia del Congreso. Aunque recuerda a Cronos devorando a su prole, demostró que conocía bien al vástago. Fue la persona perfecta para liderar el Legislativo corrupto: identificado con el elitismo más rancio y ausente de vergüenza, no le importó ensuciarse las manos para traer abajo el futuro de nuestra justicia con tal de librar de la persecusión a su padre y a su clase.
La semana pasada, ya sin guía del padre astuto, exhibió los mismos rasgos. Pero eso que fue fortaleza para la tarea deleznable, hoy resultó debilidad. Ante la ingeniosa movida de la diputada Jerónimo —pedir un cambio de horario de reunión para señalar lo que se gasta en almuerzos de diputado— Arzú hijo, casi con tenedor en mano y con una papada que ya no esconde la barba, se lanzó a justificar su glotonería (de comida y de otros recursos también) y, de paso, satanizar a la población indígena y campesina. Precisamente la que carece de alimento en este país de hambre perpetua.
Fue el contrapunto irónico a la cruzada contra la desnutrición que arrancó —otra vez— desde el Ejecutivo. ¿Cuántas cruzadas habremos visto cada 4 años? Nunca mejor escogido el nombre para una guerra mal encaminada, siempre pasajera, perpetuamente repetida y, en última instancia, ineficaz.
No es que las medidas técnicas estén mal. Seguramente ayuda lavarse las manos y calibrar los indicadores, así como las espadas de los cruzados debían tener filo y sus generales experiencia. El chiste sin gracia no es que el diputado coma desenfrenado mientras los especialistas piden huertos escolares. La ironía está en que ambas —hambre del pueblo y «hambre» del hijo privilegiado de la élite— vienen del mismo lugar: de la convicción de que unos pocos guatemaltecos son gente y el resto ganado. Vienen de una ideología que predica que la desnutrición es simplemente una enfermedad que remediar en los pobres, nunca evidencia de la injusticia que los mantiene pobres.
Vienen de una ideología que predica que la desnutrición es simplemente una enfermedad a remediar en los pobres, nunca evidencia de la injusticia que los mantiene pobres.
A raíz de comentar esto en Twitter, que el hambre es seña de exclusión, un colega —mucho más experto en datos que yo y que trabaja para la Fundesa— argumentó: en Guatemala no hay relación demostrada entre pobreza extrema y desnutrición crónica. Sin embargo, resultó que el efecto de la exclusión sobre la desnutrición es un asunto aquí dejado sin aclarar, a pesar de la evidencia internacional al respecto. El pobre tiene hambre, antes que por pobre, porque no es parte de la sociedad. Y la tapa del pomo la puso al comentar un exministro de gobierno, hijo de la élite, que afirmó que la pobreza es consecuencia de la desnutrición. Tuit misteriosamente desaparecido, debo agregar. En otras palabras, los pobres son pobres porque no se comen sus acelgas y chispitas nutricionales, no porque carecen de tierra para labrar, de escuela para formar a sus hijos o de empleo con salario digno.
Juntos, el cicatero político de élite, el analista de datos del think tank de élite y el indiscreto tecnócrata de élite pintaron el cuadro entero: para la élite el hambre no es seña de una injusticia lacerante, no clama que somos un país que maltrata a su gente. Lo resumió con ironía sin querer el exministro: «NO HAY QUE RESOLVER pobreza para resolver desnutrición» (mayúsculas en el original). Es como el ganadero que discute con su veterinaria la dieta de las reses. No interesa reducir la miseria en que viven los animales acorralados y sin espacio para moverse. Lo que importa es solo que esas reses, a quienes se da una vida miserable, ingieran los nutrientes para pesar lo necesario cuando se les dé la muerte como premio a su miseria. Y nada más.
Juntos subrayan que son herederos de una ideología elitista en bancarrota y que pervierte el aforismo bíblico. Porque en plena edad de hierro, hace ya largos 2,000 años, Jesús habrá afirmado que a los pobres los tendríamos siempre. Pero nunca ordenó producirlos.