El problema se presenta cuando los que se hacen con el poder no son sino un hatajo de miopes, ladrones descarados, cínicos e incompetentes. La historia del Gobierno de Guatemala sugiere que hace algún tiempo que caminamos por esta senda.
La castración humana es muy antigua. Las primeras evidencias dan cuenta de la presencia de eunucos entre los sumerios hace cuatro mil años. Sin embargo, es muy probable que la práctica sea mucho más antigua que los registros que tenemos de ella.
El último eunuco de la China imperial falleció en 1996. Así que tuvimos eunucos mucho más tiempo del que han faltado. En las cortes le eran muy convenientes al poder. Un monarca necesitaba hombres que cuidaran de sus mujeres, pero sin que ello implicara admitir competidores sexuales en el seno del harén. Con el tiempo irían más lejos: al conocer los entresijos del poder, los eunucos podían pasar de serviciales cuidadores de mujeres a burócratas indispensables, apoderados del rey, hasta poder tras el trono, pero siempre que renunciaran a tener sucesores.
Más allá de la castración como castigo, fue extensa su práctica voluntaria. Es probable que el arreglo se le haya ocurrido primero a gente ganadera, que ya apreciaba los beneficios de la castración en sus rebaños. Una familia pobre entregaba un hijo varón a la corte, él era castrado, entraba al servicio real y eventualmente devolvía beneficios a su familia. El negocio tenía cuenta. Si bien el castrado se quedaba sin herederos, las familias numerosas garantizaban que los hermanos y las hermanas preservarían su estirpe y todos serían más prósperos gracias al sacrificio.
Ahora, téngame paciencia, que tanto discurrir sobre testículos ausentes no es para hacerle apretar las piernas si es hombre o contemplar lo bien que le caería el tratamiento a algunos machitos si es mujer. Lo que busco es subrayar que esa práctica —al menos en sentido figurado— sigue viva y cobra mayor relevancia cuando calienta, como hoy, el motor del proceso electoral.
Por cuatro, ocho y hasta doce años, los políticos se empeñan en llegar al poder. Con las elecciones, algunos lo harán. El problema es que atender la eterna —ya no anticipada— campaña deja poco tiempo para prepararse para gobernar, sobre todo cuando esto importa poco en comparación con la inveterada propensión a robar que tienen algunos. Es entonces cuando se arman los tratos entre políticos y técnicos: el profesionista entrega su cerebro, es castrado políticamente, se pone al servicio del líder y, si todo sale bien, eventualmente prospera.
Sin malicia, prosperar puede significar ver realizadas sus propuestas de reforma en las políticas públicas. Por supuesto, también puede significar la más vulgar venalidad: alcanzar a arañar los dineros del Estado. Pero en ambos casos el precio es el mismo: para tener acceso se sacrifica el rol político. Se consigue influencia, pero se deja de lado el tener voz y voto independiente en la cosa pública.
Cuando los que llegan al poder son dignos y los eunucos bienintencionados, esto puede ser un buen trato, incluso al costo sacrificado, pues el interés común prospera. Retomando el ejemplo, Zheng He, notable general y explorador chino, fue eunuco y tuvo enorme éxito porque el imperio al que servía era grande. Igualmente cuento entre amigos, amigas y conocidos que admiro a técnicos que se lanzaron al vacío de hacer tratos con políticos, con todo y sus costos y ventajas, porque decidieron que valía la pena.
El problema se presenta cuando los que se hacen con el poder no son sino un hatajo de miopes, ladrones descarados, cínicos e incompetentes. La historia del Gobierno de Guatemala sugiere que hace algún tiempo que caminamos por esta senda. Entonces, la castración voluntaria que hacen el intelectual y el técnico sobre su papel político comienza a pintarse como un error, como un desperdicio lamentable de talento, ética y capacidad.
La audiencia de Plaza Pública incluye, sin duda, una fracción importante de los que han sido tales eunucos políticos. Y de los que podrían (¡podríamos!) serlo. Ante las elecciones que se ciernen, ante la tentación, más bien la amenaza, de aceptar ofertas de políticos en gobiernos indignos, es indispensable evaluar si el posible bien vale la certeza del mal. De lo contrario, habrá llegado la hora de asumir el papel político de ciudadanos, preservar la autonomía, empeñarnos en la organización, movilizarnos y buscar el poder de forma directa, no ya como instrumentos buenos de gentes malas.