El camino era obvio: desconocer las garantías políticas del presidente quitándole el derecho de antejuicio y aprobar sin más vueltas las reformas a la LEPP que presentó el Tribunal Supremo Electoral.
El Salvador se ha debatido en las últimas semanas al borde del abismo. Con poco menos que una declaración de guerra, las pandillas usaron sus amenazas al transporte urbano para chantajear a la sociedad entera y forzar al Estado a una negociación.
El hecho desalienta cuando pensamos que no hace ni un cuarto de siglo que los salvadoreños respiraron aliviados ante el fin de la guerra civil. Pero no mire de reojo a los vecinos pensando que somos tan distintos. De forma menos violenta, pero igualmente nefanda, pasa aquí otro tanto. Faltarán los tatuajes, pero aquí unos pandilleros igualmente peligrosos —¡más peligrosos!— le declararon la guerra a la sociedad entera y asaltan el Estado.
No se engañe. La semana pasada fue excepcional. Espero que lo haya notado y le preocupe, pero por las dudas se lo subrayo. La clase política en el Congreso, esa canalla que se supone electa para representarnos, se declaró en abierta rebeldía contra la sociedad, contra quienes la pusimos allí. Hoy ya no cabe duda: si alguna vez y contra alguien cupo el mote de antisistema, es contra esa colección de cuatreros declarados, delincuentes sospechados, conspiradores, cómplices y aduladores que son la enorme mayoría del Legislativo.
Vamos a los hechos: gracias al Ministerio Público y a la Cicig, la ciudadanía puso nombre a las lacras que desde el Gobierno y fuera de él armaron mafias que roban, como en Puerto Quetzal, y mafias que matan, como en el IGSS. Hemos confirmado con datos, con escuchas telefónicas, que hay juezas y jueces que alegremente venden un veredicto y que hasta dentro de la propia fiscalía hay componedores que transan la justicia como mercancía. No son opiniones. No son rumores. Es una montaña apabullante de evidencia que hasta ha llevado a quienes en el pasado rechazaron a la Cicig a admitir: aquí está la corrupción extensa que nos sofoca.
La vicepresidenta renunció para no seguir mostrando la inconsistencia de sus dislates. Ello no detuvo la evidencia: una propiedad tras otra, acumuladas en misteriosa desproporción a sus medios. Pérez Molina se resiste a renunciar, claro en su papel como bastión de las mafias que lo llevaron a la Casa Presidencial. Pero ya nadie se hace la ilusión de que allí haya inocencia y honor.
Juntos, el Cacif y la izquierda tradicional, los progres de celeste, los de rosado y los de verde, los tanques de pensamiento, la San Carlos, la Landívar y el resto de universidades, las organizaciones indígenas, ¡todo el que piensa y cuenta!, dijeron que hay que cambiar la puerta del sistema político y propusieron cambios a la Ley Electoral y de Partidos Políticos, la LEPP.
El camino era obvio: desconocer las garantías políticas del presidente quitándole el derecho de antejuicio y aprobar sin más vueltas las reformas a la LEPP que presentó el Tribunal Supremo Electoral luego de recoger lo que por años discutió la sociedad civil. Era el mínimo esperable.
Pero no. Primero desvirtuaron las reformas a la LEPP hasta dejar una propuesta sin dientes. ¡Apenas tiene encías! Luego se negaron a retirar el antejuicio a Pérez Molina. Al insulto agregaron injuria y se declararon contra la Cicig, la única entidad que abrió, ¡al fin!, una rendija que dejara entrar luz en esta noche que llamamos Guatemala. Insolentes, ignoran la ley y hacen campaña sin límites. Van por el premio mayor, apoderarse del Estado, sin consideración alguna por los ciudadanos, por lo que queramos o soñemos.
Así que no se engañe: ellos declararon la guerra y la declararon primero. Lo que viene no debe ser violento, que aquí ya hemos visto demasiada sangre. Pero esta guerra democrática ya empezó. Será brutal, no tendrá cuartel, no dará tregua y no tendrá final sino hasta que nos deshagamos de ellos.
Yo quiero ver jueces y diputados probos, que denuncian y renuncian porque en juzgados y curules ya no cuentan. Quiero ver ministros y embajadores que admiten que en el fango se puede vivir, pero no morir con dignidad. Quiero ver ciudadanos que actúan más eficazmente, unidos. Y si usted no escoge bando, igual quedará como refugiado, como una de esas gentes penosas, cogidas en el fuego cruzado, huyendo de los últimos destrozos de su paz clasemediera. Usted podrá estar en el bando de los malos, gozando del poder hasta el día que ya no esté. O podrá estar en el bando de los ciudadanos, denunciando, resistiendo. Hasta que saquemos al último de los ingratos enemigos de la democracia.