No son aún las 6 de la mañana. Me levanto con dificultad, que los años parecen cada vez más oxidar las articulaciones.
Apenas clarea un borde de luz, una línea blanca en el horizonte pintado por la ventana de la cocina mientras pongo el café. Borbotea la cafetera y como un arroyo de patria surge el vapor de cereza, leña y dulce. Es como combustible para la memoria, que me hace despegar y me devuelve por un túnel aceitado a la casa en que crecí. Escucho el ruido del trapeador que golpea la madera del zócalo mientra Malvina lo desliza sobre el piso de cemento pulido.
Y hasta allí, porque mientras escribo esto no hago el café ni hay ventana en mi cocina y no es hora de amanecer. Sí, las cafeteras de goteo borbotean, pero yo no tengo una de esas. Y Malvina nunca existió. Sin embargo, con algún éxito en el ejercicio usted habrá visto el alba, olió el café y hasta agregó algunos detalles de su propia memoria sobre la casa en que se crió.
Sin efectos sonoros, nada de anteojos 3-D, bastó una mínima colección de garabatos —veintisiete para ser exactos— para sacar algo de lo más profundo de mi mente y meterlo en la suya. Para que, una vez allí, reaccionara con su imaginación y produjera, no un evento químico, sino una auténtica fisión nuclear del pensamiento. ¡Estalla la cabeza! Esos garabatos alcanzan para expresar la suma de la experiencia humana, el total de nuestra creación, lo más profundo de la ciencia y la filosofía pero también el chiste más banal y la perfidia más rastrera.
El lenguaje es el arma secreta de la humanidad, el pegamento flexible que nos deja construir sociedad: de los individuos que conversan hacemos comunidad, y de las ideas compartidas, cultura. Pero fue la escritura la que nos dejó regarnos por el mundo y en el tiempo sin perder continuidad. Desde la distancia Plinio, Galileo y Gandhi por igual siguen hablándonos porque leemos sus libros. Y estas tierras, tan lejanas de España, le fueron sujetas no tanto por los soldados que viajaban en sus carabelas, como por las leyes escritas que traían, por las cartas que mantenían unidas a las familias de colonos con su madre patria. Por eso acabar con las bibliotecas precolombinas fue imperativo para los conquistadores y su más imperdonable crimen: porque la escritura es la argamasa de la civilización.
Aprender a leer no es fácil. ¿Por qué debía serlo? Tampoco es fácil enamorar a alguien o jugar bien al fútbol.
Aprender a leer no es fácil. ¿Por qué debía serlo? Tampoco es fácil enamorar a alguien o jugar bien al fútbol (la selección lleva años en ello y mire cómo le va). Pero vale la pena por los resultados. Los libros son nuestra memoria compartida, el espacio en que dejamos las trazas más indelebles de lo que somos, queremos y hacemos. Participar de ellos es fundirnos en el caudal de la cultura humana y uno de los mayores placeres posibles. Y si no hay papel no importa, que igual se escribe en piedra, en tabletas de barro, en las paredes del Congreso de la República o en un disco magnético.
Nunca más importante que ahora: encerrados y separados debemos mantener nuestra humanidad, la conexión con quienes vinieron antes, el vínculo con quienes no podemos ver aunque son de los nuestros. Por esto hoy es más importante que nunca la Feria Internacional del Libro de Guatemala —la Filgua— porque celebra que aquí también se escribe y se lee, que también tenemos historia y construimos comunidad. Y porque los libros no son solo el papel, sino sobre todo lo que está escrito en ellos, este año la Filgua —flexible, ágil y vital— se traslada al mundo virtual. Del jueves 26 de noviembre al domingo 6 de diciembre usted podrá ver novelistas y poetas, ilustradores y artistas y sobre todo libros, muchos libros, con solo ir a este enlace: https://filgua.com/.
Y nunca más importante mostrar su apoyo por la Filgua, por los editores y libreros quijotescos que traban pelea desigual con una nueva generación de conquistadores piromaniacos: una Cámara de Industria que insiste queriendo robarles la marca de la feria, no tanto por interés comercial como por evitar que aquí publicar sea un ejercicio de libertad. Un Congreso de la República que, no contento con recetarse un presupuesto insolente, con el mismo plumazo reduce del Ministerio de Cultura el dinero para la feria del año entrante. Resulta que aquí protestar no es solo ir a la plaza. Es también visitar la Filgua y leer mucho.
Ilustración: Mujer que lee una novela (1888), de Vincent Van Gogh.
Original en Plaza Pública (actualizado aquí el 11 de julio de 2023)