Ésta es la hora de ser grandes

El 10 de mayo se ha abierto la puerta para los que quieran tender puentes y hacer cosas mejores.

Fue un 10 de mayo que sucedió el portento. Hace 19 años, Nelson Mandela tomó juramento como primer presidente negro de una Sudáfrica democrática.

La coincidencia es propicia para iluminar lo que vivimos en Guatemala la semana pasada. La historia del pueblo sudafricano y su grandeza obligan a la reflexión.

Como escribiera Mandela en su calendario de cárcel el lejano 2 de junio de 1979, “en un país enfermo, cada paso a la salud es un insulto para quienes viven de su enfermedad”. El juicio y los veredictos que dio el Tribunal el viernes pasado no son apenas problema, sino más bien muestran los retos de fondo: una sociedad desigual, un Estado injusto, una herida no sanada, gente atroz que hoy bajo amenaza se lanza desesperada al ataque.

Hemos pasado una página, y vemos los guatemaltecos −poderosos y débiles por igual− que la justicia sólo podrá venir de los tribunales, con buena práctica y sin pirotecnia leguleya. A la vez, no nos engañemos. Seguirá la estrategia de descalificación, el continuo azuzar de miedos atávicos. Atajar estos retos será necesario, pero lo importante no está aquí.

Como advierten los analistas afines al régimen, el problema no es un supuesto descrédito internacional, sino la bancarrota social, política y territorial que se cierne sobre el “ensayo de país mal escrito”[1] que es la Guatemala liberal. El statu quo no aguantará sin cambios si se sostiene el fallo, pero tampoco lo hará por mucho tiempo aunque se descarrile el caso. Conservar lo que hay ya no logrará superar la urgencia de cambiar el balance de poder en el país.

Pérez Molina, como político práctico, ya reconoció que ello significa ceder y lo ensaya de palabra. Lamentablemente para él es tarde, y ha debido recibir por la piel la lección: las decisiones políticas se toman por razones prácticas, pero las decisiones de Estado deben predicarse sobre una ética sólida. Cosa que nos devuelve a la experiencia de Sudáfrica.

Lo que dio éxito a la democracia en ese país fue un cambio en el balance de poder. Contó para ello la dignidad moral de la causa contra la discriminación, el pragmatismo del régimen blanco para abandonar su trinchera de privilegio insostenible, y la presión de la comunidad internacional. Marcó diferencia la altura humana de los líderes: grandeza de ánimo de unos para perdonar los tratos terribles, audacia de otros para aceptar una Comisión de Verdad y Reconciliación que exigía la admisión de culpa como requisito inescapable para la amnistía. Fue esencial el liderazgo de las posiciones moderadas para encontrar el terreno medio a pesar de una violencia extremista que procuraba a toda costa estropear el diálogo.

Hace 16 años aquí la cosa fue distinta. Las partes en contienda se conformaron con una amnistía fácil, de “aquí no pasó nada”. Faltó la osadía, pues como destaca el informe de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico, fue “… precaria y no satisfactoria la colaboración brindada por parte del Ejército Nacional”. Al faltar la admisión voluntaria, se sembró la semilla largamente germinada de un juicio que tuvo que arrancar la verdad de labios cerrados, puños apretados y corazones empedernidos.

Hoy muchos llaman con razón a pasar la página. El futuro ya no será de los que confirmen su mala fe con una defensa oficiosa, que sólo sirve para dar vergüenza ajena. Pero tampoco vendrá de la cacería de hasta el último victimario, aunque se siga el proceso de ley y por mucha satisfacción que ello pueda dar.

El 10 de mayo se ha abierto la puerta para los que quieran tender puentes y hacer cosas mejores. Es la hora del empresario que no ha roto filas con la bobería pública, pero sabe que la marea está cambiando y que la dignidad lo exige. Es la hora del líder indígena que parafrasea a Mandela: “no luchamos contra los blancos, sino contra la supremacía blanca” y que sabe desembarazarse de las rencillas entre pueblos. Es la hora del político que sabe que la Constitución y la Ley Electoral y de Partidos Políticos son evidencias maltrechas de un régimen que cruje, aunque aún no pueda cambiarlos desde el Congreso. Es la hora del sindicalista que entiende que el interés gremial tiene un marco más grande. Es la hora del estudiante y del profesional que aprecian su comodidad clasemediera, pero que hoy deben lanzarse a nadar en un mar de solidaridad activa. Hoy nos toca ser grandes.

Original en Plaza Pública

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