Usted va al restaurante y el mesero le entrega el menú. Escoge el pollo con arroz. No se le ocurriría decir que es más «pollero» que «resista», más «arrocero» que «papista». Simplemente tiene más ganas de comer pollo que de comer res, y acepta el arroz porque viene incluido en el plato.
Imagine que visita un restaurante de bufé, donde le entregan un plato y puede tomar lo que quiera. Al terminar de servirse podría tener en el mismo plato un trozo de pollo, otro de res, algo de arroz y una papa. Eso no lo haría un «centrista» cárnico o del almidón, nomás indicaría que quería de todo un poco y podía tomarlo. Un auténtico centrista tendría que moler el pollo con la res, cosa poco apetecible.
Hago la reflexión por la pregunta de un amigo tras leer mi columna de hace un par de semanas: ¿dónde queda la gente que se considera centrista en una discusión sobre izquierdas y derechas políticas?
Usualmente tratamos la posición política como si estuviera en un espectro continuo. Desde la extrema izquierda hasta la extrema derecha colocamos a toda persona e institución en alguna parte de la escala. Es lo que hacen metodologías como la popular brújula política, que lo ensaya en dos dimensiones. Tras contestar preguntas sobre nuestras preferencias nos sitúa en un plano cartesiano: más a la izquierda o más a la derecha, en materia económica; más autoritarios, arriba, o más libertarios, abajo, en materia social. Y centristas, si terminamos a medio camino.
Pero eso solo simula un espectro, porque estrictamente no mide que seamos «más de derecha» o «más de izquierda». Como con la comida, apenas cuenta cuántos trozos de res o de pollo político hay en nuestro plato. Y si hay la misma cantidad, dice que somos centristas. Mide cuánto insistimos en aprobar planteamientos que el autor considera de una posición política específica.
Como con el plato en el bufé, en el fondo siempre conformamos y apoyamos una combinación personalísima de apuestas de política; es decir, de acciones a tomar sobre asuntos que consideramos públicos. Frecuentemente es como en el restaurante a la carta, sin más opción que tomar todo junto, pero puede incluir cualquier combinación de elementos, dependiendo de nuestro contexto, de la coyuntura y de la flexibilidad que nos permitimos. Ponerle nombre de derecha, izquierda o centro a una particular combinación es apenas un ejercicio de etiquetado. Tanto, que el plato de derecha hoy podría tener manjares que en el pasado se llamaban de izquierda.
Visto así no hay centristas, solo heterodoxos, que escogen propuestas de más de una categoría convencional. Son como la niña que en el bufé disfruta en el mismo plato la carne y el postre, aunque mamá reclame.
Más que descifrar dónde caemos en un supuesto espectro, importa preguntar si las propuestas que adoptamos son útiles y beneficiosas.
Más que descifrar dónde caemos en un supuesto espectro, importa preguntar si las propuestas que adoptamos son útiles y beneficiosas. En alguna medida todos somos heterodoxos, y la clave es reconocer con honestidad nuestra particular heterodoxia. Lo vemos en la comida: aunque tengamos gustos distintos, siempre conviene una dieta balanceada de todo, con poco de algunas cosas menos sanas.
En asuntos públicos tampoco ayuda mucho preguntarnos si una cartera de políticas es de derecha o de izquierda. Es preferible cuestionar si hace bien: si es equitativa, aumenta la prosperidad para todos y respeta el medio ambiente. Estas son las preguntas que importan, las que debemos hacernos y responder con honestidad.
En camino a la segunda vuelta electoral enfrentamos el reto de forma pronunciada. A largo plazo es más importante que solo rechazar los insolentes estorbos del corrupto Ministerio Público al proceso electoral. Es un desafío particularmente para muchas personas que se imaginan de derecha o de centro, incluso para los seguidores del MLP, que desde su radicalismo rechazaron toda alianza. Como la persona que podría disfrutar de comer hígado o tripa, pero que no se anima a probarlos aunque sean baratos y sabrosos, muchos votantes hoy temen elegir bien (o admitirlo), porque la opción correcta está en un plato político que por décadas les dijeron que era malo. Y aún siguen diciéndoselo los políticos corruptos, los medios vendidos y hasta algunas iglesias maliciosas.
Para decidir nuestro voto el 25 de agosto, preocupémonos menos de las etiquetas y pongamos más atención a las propuestas concretas y su contenido. Como el comensal que descubre con alegría un nuevo sabor, dando un salto de atrevimiento podemos rechazar el plato rancio de siempre. Hoy tenemos algo mejor en el menú político. Atrevámonos a votar bien.
Ilustración: ¿Qué se te antoja? (2023, con elementos de Adobe Firefly)