Positiva resulta la noticia de que 3,913 maestros se graduaron del Programa Académico de Desarrollo Profesional Docente (Padep). Con la infaltable parafernalia de multitudes, presidente que hace esperar a todo mundo y discursos falsarios (ya vienen las elecciones, recuerde), casi cuatro millares de profesores del Ministerio de Educación que solo tenían título de secundaria obtuvieron un diploma universitario.
Hasta aquí el título garantiza dos cosas: primero, que cada uno aguantó dos años y medio de sábados asistiendo al programa para formarse en la USAC, hizo sus tareas y entregó sus exámenes; y segundo, que cada uno recibirá un incremento salarial.
No me malinterprete. La cosa es buena. Cuando la herida sangra copiosamente, lo primero que se debe hacer es detener la sangría. Ya luego puede uno preguntarse si basta un vendaje o hace falta una sutura. No digamos ya averiguar por qué se hirió el sujeto en primer lugar. Con nueve de cada diez egresados del ciclo básico sin llegar al desempeño mínimo, sobra decir que nuestra educación sangra a borbollones desde hace ratos. El diploma del Padep es la venda puesta sobre la herida. Pero, tras diez años de Padep, que los resultados sigan tan atroces es la mancha roja que comienza a filtrarse por la venda.
Así que vayamos más allá de la crisis, aun cuando parezca que crisis es lo único que conocemos. Y para esto la experiencia del Padep es ilustrativa. Partamos de lo que sabemos: que mejorar la calidad docente es una de las formas más inmediatas que tiene cualquier sociedad de incidir a corto plazo sobre lo que pasa en la escuela. Porque cambiar la situación del hogar del estudiante, su situación nutricional o su autoestima, por ejemplo, todo eso toma tiempo. Y dar nuevos textos o modificar la infraestructura, mucho dinero. Así que agregar conocimiento al docente que ya se tiene en el aula y al cual ya se le está pagando parece sensato.
Sin embargo, no basta simplemente con querer aumentar el conocimiento de los docentes y con eso darse por satisfechos. La clave está en preguntar qué hay que hacer para que enseñen con eficacia. Y hace falta preguntar si con eso basta para que los estudiantes aprendan. Estimada lectora, estimado lector, para que nos quede claro: que los docentes reciban un diploma o un salario, que den clases eficaces y que los estudiantes aprendan son tres cosas enteramente distintas.
La educación exige más que pasar gente por una máquina de imprimir diplomas.
Aprender a enseñar es importante, pero solo sirve si con ello se sabe enseñar a aprender. La docencia no es lo que conozco, sino la forma como me comporto en el aula para despertar las mentes de los estudiantes. Una persona puede saber que Colón llegó a las Américas en 1492, pero no basta con meter esa información con cincel en la cabeza de los estudiantes para llamarse docente. No basta con que los estudiantes estén quietos en fila a la hora del lunes cívico o golpeen un tambor el 15 de septiembre. Es necesario que aprendan a aprender de forma independiente y para toda la vida. Que ellos puedan averiguar por si solos ese dato y cualquier otro cuando lo necesiten. Y que lo quieran averiguar.
La educación exige más que pasar gente por una máquina de imprimir diplomas. Necesita, además, escoger a la mejor gente para entrar a la formación docente. Y poner un estándar muy alto para reclutar a los docentes del Estado, aunque no les guste ni a los docentes en formación ni a sus familias ni al sindicato, pues nuestra responsabilidad como sociedad debe ser primero con los estudiantes y, solo en función de ello, con los docentes. Y debe haber un período probatorio para emplearse como docente. Y no debe ponerse a los docentes nuevos en las aulas más difíciles y en los locales más abandonados, sino acompañarlos con docentes más experimentados.
Así que felicitaciones sin reservas a cada docente que terminó su programa, consiguió su diploma y aspira a su aumento salarial. Bien por los líderes ministeriales y sindicales que han tenido las luces y la persistencia para insistir en este asunto por una década. Y no. Ni felicitaciones ni agradecimiento al presidente Morales, que en esto no juega otro papel que el de estorbo. Pero no perdamos de vista que aquí estamos como en la panadería: encanta el olor de la levadura y anima el crujir del fuego en el horno. Levanta expectativas ver tanto panadero con su traje blanco. Sin embargo, la única prueba de éxito será que el pan salga bien del horno.
Ilustración: En el aula (2024), Adobe Firefly