Entendamos que producir los mismos resultados de aprendizaje es más caro mientras más postergados estén los estudiantes. No más barato.
Surge nuevamente el debate sobre el gasto educativo, y yo quiero contarle una historia. Usted vive en la capital y necesita un auto para trasladarse. ¿Qué compra? Aunque hay baches en las calles, la mayoría pueden sortearse sin dificultad. Un pequeño pichirilo alcanza.
Ahora suponga que viaja en lo más rural del país. Hay lugares donde no entra ningún auto. Aun donde sí se llega, el acceso puede ser un camino retorcido de terracería. Cuando llueve, el lodazal amenaza a todos, excepto a los motores más potentes y a las llantas más grandes. Allí el pichirilo urbano resulta inservible y sería imprudente gastar en algo menos que un poderoso 4×4.
Algunos en la ciudad tienen carros agrícolas que incomodan al buscar estacionamiento, pero en general la lógica es sencilla: si la infraestructura es buena, basta un vehículo sencillo. Si la infraestructura es mala, el vehículo debe ser mayor.
Sin embargo, en educación tenemos años de contradecir esto tan obvio al decidir cuánto gastar y, más aún, cómo y dónde gastar. Hemos partido de suponer que el mismo pichirilo educativo que sirve al estudiante capitalino —bien nutrido, que vive cerca de la escuela, con libros en casa y abundantes oportunidades para leer en su entorno— alcanza para educar a la estudiante rural desnutrida, que trabaja, sin libros en casa ni en la comunidad.
Eventualmente, y como concesión, agregue a esta lógica de talla única para todos algún ajuste mínimo por ruralidad. Por ejemplo, intente superar la reticencia de los docentes a establecerse en comunidades del campo. Nunca funciona.
En la práctica la cosa es aún peor. La mezquindad ante los impuestos —que aquí es deporte nacional— significa que en una década no hemos pasado del 3 % del producto interno bruto anual para educación, cuando los expertos concuerdan en que lo necesario ronda el 6 %. El Mineduc no tiene dinero para ofrecer el mínimo de servicios educativos en todas las comunidades y para todos los estudiantes.
Entonces, en nombre del realismo, y como no alcanza para dar a cada quien un pichirilo, ajustamos el diseño y ¡le arrancamos una rueda al carrito rural! «Al fin, no hará demasiada falta, si igual se quedaría atrancado en ese lodazal», nos decimos como consuelo absurdo.
Ante este peoresnadismo surgen alternativas como la escuela multigrado, la telesecundaria, los Núcleos Familiares Educativos para el Desarrollo (Nufed) y otros: haciendo de tripas corazón y basados en la mejor pedagogía, los docentes más innovadores desarrollan soluciones que procuran implementar en circunstancias de estrechez material extrema. Si no hay profesores suficientes, al menos pongamos las lecciones en video. Son, en última instancia, carros con tres ruedas puestos a caminar en calles enlodadas.
Al insulto se agrega la injuria, porque, además de buscar el mismo resultado con menos plata, faltan hasta los recursos mínimos diseñados: ¡el tercer neumático está pinchado! Baste un ejemplo: el mismo Mineduc encontró en un estudio que 4 de cada 10 telesecundarias no tenían equipo audiovisual. Allí mismo debieron haberlas rebautizado sin-tele-no-secundarias.
Estimado cura o pastor, ¿qué más quiere? Ya le di para el domingo ejemplo de aquella cita bíblica que dice que «al que tiene se le dará, pero al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará».
Saquemos la lección, que se supone que la educación es aprender de los errores. Salir del profundo agujero de una cobertura incierta, del persistente mal desempeño en el aprendizaje y de una desigualdad que insulta exige hacer las cosas de forma distinta.
Primero, entendamos que producir los mismos resultados de aprendizaje es más caro mientras más postergados estén los estudiantes. No más barato. Dar educación de calidad en contextos rurales, pobres, inaccesibles y de desnutrición exige más inversión por estudiante que en la ciudad y entre los privilegiados. No menos. A veces, bastante más.
Segundo, con tan poca plata en educación, hace ratos que tocamos el techo en la eficiencia del gasto educativo. Podemos engañarnos con pequeños ajustes o con caridad mañosa, pero solo el ingenuo y el malvado dirán que repartiendo pobreza haremos algo radicalmente mejor.
Tercero, aumentar la inversión en educación exige usar bien la plata. El objetivo es asegurar el aprendizaje. En cada localidad, municipio y departamento, los estudiantes deben encontrar docentes que sepan y estén siempre presentes, textos en su idioma y para todos los grados e infraestructura decente. Desde el ministro y los directores departamentales hasta los directores de escuela y docentes deben entender que el propósito no es distribuir recursos, menos aún aspirar a políticos marrulleros, sino garantizar que en sus jurisdicciones los estudiantes aprenden.