Es extraordinaria la empatía, esa capacidad que tenemos los humanos de descifrar los sentimientos y el afecto de otros con solo ver su conducta. Las sutiles señas que dan las facciones y la postura bastan para que evaluemos el estado de ánimo de una persona. Más aún, bastan para que entendamos lo que sienten, e incluso para que lo sintamos en nuestra propia carne. Un dejo apenas visible es suficiente para saber que la pareja ha pasado un mal día en el trabajo.
Sin embargo, esta extraordinaria capacidad no es igual para todos ni en todo. Para algunos, el dolor simulado de un actor en el cine hace saltar las lágrimas. Otros, más duros, apenas se inmutan ante una expresión sentimental. Simon Baron-Cohen, psicopatólogo de la Universidad de Cambridge, ha estudiado el asunto extensamente, en especial entre aquellos que carecen de capacidad empática. Por una parte, señala, están los autistas: personas que, entre otros retos, manifiestan una incapacidad profunda para interpretar los sentimientos de otros. “Ceguera de la mente”, le ha llamado Baron-Cohen, por la dificultad que enfrentan para ver los sentimientos que a otros nos parecen tan evidentes.
Más allá están los sociópatas, los asesinos en serie, los sádicos, que no solo no pueden leer los sentimientos de otros, sino que se benefician o, terriblemente, disfrutan de los “cero grados de empatía”. ¿Qué peculiar circunstancia les lleva a desentenderse de los sentimientos de sus víctimas? Al igual que entre los autistas, una buena cuota de tal insensibilidad parece tener una raíz biológica. Sin embargo, un hallazgo sorprendente es que la distancia emotiva también se construye.
El personal de salud —médicos, enfermeras— aprende a vivir la distancia emotiva por razones profesionales. Tratar niños quemados o desnutridos sería angustioso, y quizá imposible, si quienes hacen clínica tuvieran que sentir en primera persona cada zarpazo del dolor de sus pacientes.
Peor aún, la crueldad se vuelve posible cuando aprendemos a ver a los demás, no como sujetos, sino como objetos. “El otro” se torna en “lo otro.” Quienes aprenden la violencia en un ejército genocida no matan a sus amigos o a sus iguales. Matan a “otros”. A fuerza de oírlo y repetirlo, aprenden a ver a sus víctimas como inferiores, como objetos. El mensaje nazi de repudio a los judíos no era simple juego de palabras. Era poner la distancia necesaria, tornar la víctima en cosa, y así hacer psicológicamente posible su destrucción. Para ponerlo en un plano más cotidiano: solo puedo comer tranquilo el bistec si considero a la vaca como ser inferior, como cosa.
Pues bien, en esta Guatemala de violencia y dolor, no es casual que la muerte de Rodrigo Rosenberg se tradujera por excepción en una marejada de playeras blancas en la ciudad capital. “Es uno de los nuestros”, podría haber sido el lema de las manifestaciones. Por identidad o por adscripción, los que se quejaban lo veían como propio.
Mientras tanto, la foto con el cuerpo sangrante y sin vida de un Antonio Beb, primera víctima de los desalojos campesinos en el valle del Polochic habrá, si acaso, causado entre muchos la curiosidad pruriginosa de quien se acerca a ver un atropellado en la carretera: es un “otro”. No fuimos juntos a la escuela o el colegio privado (es poco probable que el campesino haya siquiera asistido a la escuela), vestimos distinto, hablamos distinto. Más aún, la vida entera de unos y otros se ha construido en torno a verse mutuamente como “otros.”
Antes que esta constatación terrible se torne en excusa para juzgar (“ya ven, los ricos de la ciudad son malos”), reconozcamos que el mismo policía que desaloja a los campesinos, el juez clasemediero que autoriza la operación, incluso el acaudalado criollo que dirige tras bambalinas (o no tanto) la iniciativa, todos ellos serán por igual víctimas de un ladronzuelo marero, que les matará de un tiro en un callejón oscuro, tan solo para robarles el celular, si la ocasión se presenta. Todo ello apenas porque son “otros”, no iguales del marero.
De todo esto debemos aprender. Salir de la violencia que nos anega no será tan solo asunto de Cicig, policía y juzgados. Desde ya y a la par tendremos que comenzar a hablar de igualdad. Porque el Widmann y el Beb podrán verse como distintos, pero apenas lo son. Los mismos dos ojos, dos brazos, las mismas dos piernas les impulsan, el mismo corazón les mueve la misma sangre roja. Mas en la superficie, la misma tierra pobre los vio nacer y los verá morir (al menos al que sobrevivió el desalojo, que no fue Beb), si no hacen algo distinto. Inescapablemente guatemaltecos y chambones, aunque sea en inglés, con Hummer y helicóptero. Si en vez de escoger las diferencias optamos por escoger las igualdades, ya es un primer paso. No se trata de cambiarte a ti, se trata de cambiarnos a nosotros.
Más importante es reducir las diferencias en la práctica. Para empezar: la escuela pública, esa donde debiéramos ir todos, no es una simple obcecación socialista, ni sólo oportunidad para formar recursos humanos competentes. Y si esto ofende sus sensibilidades conservadoras, pues que sea al revés: becas para que los chicos pobres vayan a los colegios privados. Como bien saben los egresados de los más esclarecidos colegios religiosos, la educación compartida es un igualador incomparable.