Élites responsables, élites esclarecidas

Insisto en tratar el papel de las élites. Es indispensable para entender nuestra falta de desarrollo.

Ya sea para comentar, denunciar o despotricar, persisto en señalar a quienes están parados en la estaca superior de la escala económica y social. En buena medida, es por ellos que el país está en un atolladero. Más aún, tienen una importante responsabilidad en sacarnos de él.

No es cuestión de mala fe, mucho menos asunto personal. Por escuela, trabajo y amistad, la vida me ha dado oportunidad de conocer gente que, sin duda, pertenece al enrarecido ambiente de los muy ricos y muy conectados. Esos que, junto con dinero y bienes, heredaron un apellido y la convicción de ser especiales. Con todo, resultan ser como el resto de la humanidad: a veces se portan bien, a veces no tanto. Algunos hacen bien, otros no tanto.

Sin embargo, tener fortuna, ser miembro de alguna familia específica, codearse con la gente correcta y ser dueño de empresa hace una enorme diferencia siempre. Es especialmente importante en una sociedad como la nuestra, donde gobierno y familia hace rato que crecen como árbol y enredadera.

Somos, de forma desproporcionada y eficaz, resultado de los afanes de nuestra élite.

Aclaremos primero: ante todo, lo que tienen los miembros de la élite es poder. Y poder es la capacidad para traducir con eficacia lo que se quiere en una realidad que afecta la existencia de los demás. Pertenecer a la élite permite convertir las intenciones propias en hechos concretos. Por ejemplo, Dionisio Gutiérrez quiere hacer conciencia a través de un programa de entrevistas y ¡todos lo vemos en TV! Álvaro Arzú padre quiso a su retoño ignaro como presidente del Congreso y todos debemos aguantarlo. Por contraste, muchos quieren una buena educación para sus hijos, montar un negocio o vivir seguros. Pero, por más que lo busquen, no lo consiguen. Al no ser miembros de la élite carecen de contactos y recursos para traducir su intención en hechos.

Reconocer esa peculiar eficacia de la élite ayuda a desvanecer justificaciones espurias y permite asignar responsabilidades como se debe. Toda la forma que tiene Guatemala —su economía y el tipo de producción y empleos que genera, pero también y sobre todo su pobreza, su desigualdad, el sentido agotador de desesperanza, la persistente sangría de gente que migra, la corrupción de sus gobernantes y el parasitismo que practica su Ejército— encuentra causa desproporcionadamente en lo que quiere nuestra élite económica. No es que solo ellos quieran algo para este país, ni que todo lo malo que tenemos sea porque ellos lo quieren así. Pero es que lo que la élite busca se traduce mucho más eficazmente en realidad que lo que quiere el resto de la sociedad. Somos, de forma desproporcionada y eficaz, resultado de los afanes de nuestra élite.

En ello está la responsabilidad de quienes aquí van por el mundo con nombre y fortuna. En mesas masculinas del Cacif, en corrillos luego del Enade o en el cafecito de las señoras de la clase podrán repetir que la culpa es de los indígenas o de los comunistas, de la izquierda o de la Cicig, de la Fundación Soros, de los suecos o de los derechos humanos. Pero si quieren explicar Guatemala, quizá en lo poco bueno y sin duda en lo mucho malo que tiene, la parte mayor de la responsabilidad la encontrarán en el espejo. Admitir eso será el primer paso.

Algunos en la élite, los menos, se aliaron abiertamente con la gente más ruin para depredar al Estado, para corromper al gobierno y frenar la justicia. Pero los más en esa misma élite seguramente tienen otras responsabilidades. Su parte está en no denunciar a sus familiares y amigos mafiosos. Su parte está en tener sueños chatos, en acostumbrarse a vivir entre pobres y sin competencia porque siempre ha sido así. Su responsabilidad está en que su poder les permite traducir con eficacia ideas viejas y desgastadas, cuando debieran atreverse a abandonarlas. Con la misma efectividad que tienen para conservar lo obsoleto podrían inaugurar el progreso.

La élite guatemalteca es responsable porque se conforma con lo menos. No ha podido articular una historia creíble que nos incluya a todos, que nos beneficie a todos. Su fracción modernizante no ha tenido los arrestos para cuestionar en público ese modo de vida, aunque podrían ser tanto más ricos si todos fuéramos más prósperos. Para que los tomemos en serio primero tendrán que tomar en serio su propio poder responsable.

Imagen: Dos muchachas de paseo por los campos (1890), de Vincent van Gogh.

Original en Plaza Pública

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