Dice el refrán que «en la unión está la fuerza». Pero a veces convienen socios con menos fuerza y más justicia.
Caracterizamos la democracia como sistema político en el que todos tenemos similar oportunidad de participar. Pero aún en las sociedades más democráticas los pocos que tienen muchos recursos —a quienes llamamos élite— tienen más capacidad que los demás para conseguir su voluntad.
Ante eso es fácil (y conveniente) olvidar que los ricos también son ciudadanos, con iguales derechos y obligaciones que las demás personas. La diferencia es que, así como el Estado busca ampliar las oportunidades para que los más pobres ejerzan sus derechos, para con los más ricos conviene limitar el riesgo de que abusen de las instituciones a través del poder que da su riqueza. Ampliación de oportunidades y limitación de riesgos son anverso y revés de lo mismo: asegurar que todos gocemos de iguales derechos.
Agrupar a sus miembros es ignorar que la élite no es masa indiferenciada sino individuos, que discrepan entre sí y pertenecen a bandos distintos. En particular divergen sobre cómo enriquecerse. Reconocer tales diferencias, incluso profundizarlas, conviene a un sistema político más equilibrado.
Anteriormente subrayé que la gobernabilidad no empieza suponiendo que Semilla debe adecuarse a las expectativas del Cacif. Hasta aquí han reducido la gobernabilidad a exigir a la sociedad, incluyendo al gobierno, ajustarse a lo que ellos prefieren, suponiendo que todas las élites quieren lo mismo con respecto a todo.
Reconocer tales diferencias, incluso profundizarlas, conviene a un sistema político más equilibrado.
Lo ejemplifica Guatemala no se detiene: una propuesta de política que postula que crear empleo es el quehacer del Estado, y que con más empleo tendremos crecimiento económico, inclusión y gobernabilidad.
Parecería inobjetable procurar empleo y crecimiento económico. Pero la propuesta ignora una realidad propia de las élites. Contrario a lo proyectado, tienen ellas dentro al menos dos bandos con aspiraciones diametralmente opuestas respecto al empleo. Una fracción quiere personal calificado, socializado en conductas de la empresa moderna. Otra, en cambio, prefiere una masa sin educación, a la que puede explotar sin garantías o usar como lumpen en cadenas productivas altamente informales. Piense en incontables empleados agrícolas, vendedores callejeros y dependientes de tienda de barrio, cuya educación primaria sobra para emplearse en producir insumos y distribuir productos de empresas nacionales, paradójicamente grandes y formales.
Esa discrepancia queda escondida tras un pacto de defensa mutua: las diversas fracciones —industrial, financiera, agrícola y comercial— necesitan cosas distintas, pero unidas se protegen de supuestos o reales ataques internacionales, del Estado o del resto de la sociedad. Por eso, desde 2015 cerraron filas alrededor de sus miembros corruptos, en vez de lanzarlos a la justicia cuando delinquieron. Y a cambio su mayoría apoya, pero solo del diente al labio, cosas como una propuesta de empleo que apenas refleja intereses de una fracción.
Ciertos autores1 encuentran que es más fácil que emerjan instituciones para compartir poder de forma equilibrada en una sociedad cuando hay simetría en la distribución de poder económico dentro de la élite. Como ninguna fracción confía en las demás, entre todas definen procesos para dirimir disputas, antes que debatir el contenido de las disputas. No es asunto de generosidad: encuentran que las élites procuran equilibrio mutuo sin conceder poder a otros actores sociales. Pero las instituciones terminan sirviendo a toda la sociedad. Cuando tal simetría no existe, la batalla es para capturar el Estado.
La coyuntura exige a la élite dividirse y moderarse. Actuar como único bloque rapaz solo es sostenible ante una riqueza aparentemente infinita, suficiente para satisfacer los intereses más extensos de cualquier facción, aunque disienta. Cuando los recursos se contraen (por ejemplo, por cambio climático o migración) o aumenta el número de competidores (como el crimen organizado o inversionistas extranjeros), la rapacidad necesita moderarse y adjudicarse.
Por ello, aunque lo hicieran, la tarea del presidente del Cacif o de Fundesa no podría limitarse a denunciar a Consuelo Porras y sus secuaces. Hasta mi nieta de 5 años reconocería que esta gente no juega limpio.
Por el contrario, donde sí faltan los encumbrados señores es para señalar la fisura entre quienes quieren empleo de calidad y quienes lo resisten, entre quienes basan su modelo de negocio en la competitividad y los que prefieren un Estado capturado; entre quienes admiten que la empresarialidad es manifestación de ciudadanía, no el único modo legítimo de decidir sobre la cosa pública. En suma, los necesitamos —y los necesitan las propias élites— para distanciarse explícitamente de quienes sostienen a Porras y a sus acólitos embusteros.
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Colofón: Escribí esta columna antes de recibir la infausta noticia sobre la suspensión ilegal del partido Movimiento Semilla. Si antes era injustificado el rotundo silencio de las élites económicas, hoy es enteramente vergonzoso: han abdicado de su propia dignidad ciudadana, no digamos ya de la solidaridad que les exige la sociedad.
Ilustración: Hay distintas formas de buscar equilibrio (2023, con elementos de Adobe Firefly)
Notas
- Paniagua, Victoria, y Vogler, Jan P. (2022). Economic elites and the constitutional design of sharing political power. Constitutional Political Economy, 33(1), 25-52. https://doi.org/10.1007/s10602-021-09338-6 ↩︎