La caída del muro de Berlín fue el fin de la Guerra Fría. ¿O fue más bien el fin de la modernidad?
Lo que terminó en 1989 ¿empezó en 1917 con la revolución bolchevique o en 1945 con el surgimiento del orden bipolar de la segunda posguerra mundial? Buscar patrones es una predisposición humana. Y tendemos a poner fecha y nombre a los períodos de la historia cuando sucede algo notable. Agrupar facilita manejar la complejidad de los hechos.
Decimos que en 1492 terminó la Edad Media, porque los Reyes Católicos completaron la Reconquista y porque Colón llegó a América. Pero la confrontación entre cristianos y el islam había durado ya más de 700 años. Y Colón ni siquiera supo reconocer a dónde había llegado. Esa pareidolia que hacemos con la historia da empleo a politólogos e historiadores. Y pasa mucho tiempo antes de que se asienten los debates, si es que alguna vez terminan.
El 2020 ha sido generoso en mojones para quien se quiera entretener con ejercicios de periodización. Quizá recordemos el año del covid-19 como el fin de la globalización multitudinaria: no más viajes aéreos baratos y megafábricas de iPhone sobrepobladas por esclavos en la China. Tal vez recordemos el 2020 como el año en que al fin se agotó la herencia desaforada de la Sociedad Mont Pelerin, que en nombre de la libertad nos condenó a medio siglo de lucha contra molinos de viento en vez de moler el buen trigo de la colaboración. O quizá no.
Podría ser que recordemos este como el año que acabó con la violencia policial en los Estados Unidos. Cuando sus ciudadanos finalmente se cansaron de cargar con estadísticas espeluznantes, como una tasa de encarcelamiento (655 por 100,000 habitantes) que supera en 11% al más cercano seguidor (El Salvador) y quintuplica la de la China (121 por 100,000 habitantes), con todo y su tenebroso récord de derechos humanos. Tiene los EEUU en la cárcel más gente que habitantes juntos nuestros cuatro municipios más poblados (Guatemala, Mixco, Villa Nueva y Petapa). Tiene condados donde más de la mitad del presupuesto público se gasta en policía. En fin, podría ser. O quizá no.1
Quizá no logremos poner frontera, fecha y nombre al cambio, quizá se los terminemos calando más o menos a la fuerza. Pero algo ha pasado. Nomás sospecho que no fue en estas dos semanas de alboroto, en esta máxima demostración de la incompetencia de Donald Trump como líder, como autoridad y como gerente público. Lo que ha pasado, el sfumato que de cerca no muestra cambio pero que visto a la distancia demarca un límite cada vez más claro, ese comenzó a pintarse hace ratos. Puso un brochazo —toques finales, digamos— hace una semana Nancy Pelosi, la presidenta de la Cámara de Representantes en el legislativo de ese país, cuando exclamó disgustada ante la pesada mano represiva de Trump: «¿qué es esto», preguntó retóricamente, «una república bananera?»
La respuesta, resulta obvio, es que sí. No por el chiste fácil de que hoy su Ejecutivo está literalmente en manos de Banana Republicans, pues los modos de Trump son los mismos de los generales latinoamericanos en sus momentos más abyectos de dictadura de postre. Es porque EEUU siempre fue uno más, como nosotros los bananeros. Apenas que no se daba cuenta.
El tiempo se encarga de dar martillazos aún al clavo más grueso y termina por sumirlo hasta la cabeza.
La ilusión del excepcionalismo americano habrá sido creíble cuando EEUU nacía como experimento inédito, revolucionario sin duda. Habrá crecido con la economía pujante. Pero el tiempo se encarga de dar martillazos aún al clavo más grueso y termina por sumirlo hasta la cabeza.
Conviene entender que Inglaterra también surgió como experimento inédito de monarquía con reglas. Y Guinea Ecuatorial como víctima de una élite excepcionalmente oprobiosa. Centroamérica es irrepetible en su oligarquía necia, como Suiza en su delicado equilibrio étnico y lingüístico. Y así sucesivamente. Como frutos de algún diseño, dosis variadas de empeño y bastante casualidad, cada Estado-nación es excepcional y los Estados Unidos, con toda su riqueza, tampoco escapa de la historia: apenas la reproduce, quizá con esplendor.
Trump, pobre diablo, no se lleva ni el mérito de ser un último presidente de los Estados Unidos. No es ni el primero ni el postrero de la despreciable especie del cobarde autoritario. Tocó más bien a Barack Obama, tanto más digno, llevar el féretro, ser el «último presidente americano», el último que podía en serio proclamar la excepcionalidad de los EEUU, creerlo y ser creído. Amigos del Norte: bienvenidos al mundo, bienvenidos a la historia.
Ilustración: La antigua torre del cementerio en Nuenen en la nieve (1885), de Vincent Van Gogh.
Original en Plazaa Pública
Notas
- Pero al menos tomemos nota: podría no ser particularmente sensato aceptar consejo de los EEUU en materia de reforma penal.