No se trata de criticar por criticar, o de señalar de manera infundada a una élite.
Somos los humanos una especie competitiva. Tenemos un apetito insaciable por ganar, por alcanzar la primacía en la guerra, el deporte o el arte.
Con la copa Champions recién conquistada, el tema cobra visibilidad hasta para los menos interesados en el fútbol. Todos aplauden al equipo que una vez más se lleva el trofeo, y pronto olvidarán a los perdedores. El asunto no es banal: aunque se le llame juego, lo tenemos metido en los genes. Los machos alfa y las matriarcas se aparean más, tienen más hijos, se apropian de más riqueza, dejan más herencia.
Llamarse primero es reclamar para sí el éxito. Sin embargo, el término es ambiguo, pues igual significa haber llegado antes que los demás –estar de primero– que tener mayor valor –ser el primero–. Más aún, una cosa son el triunfo o el éxito patentes; otra el triunfalismo, la manifestación pomposa de un cuestionable primer lugar. Pero no hablo de fútbol. El asunto resulta relevante hoy, cuando algunos insisten en olvidar lo que vino antes, lo bueno junto con lo malo.
Bastante se ha escrito, de ida y de vuelta, sobre cerrar de golpe la puerta a la memoria de los crímenes de la guerra. Pero la misma noción se manifiesta en otros lugares, y preocupa. Valga un ejemplo superficial, aunque ilustrativo. Veo por las calles de la Capital rótulos publicitarios que anuncian «el primer diario 100% digital», refiriéndose a República.GT. Éste es un periódico de internet, de reciente aparición y muy incipientes méritos. Sabemos que hay que desconfiar de lo que va de la mano –y el presupuesto– de una agencia de publicidad, pero igual vale preguntar por qué los promotores de ese medio están necesitados de proclamar su primacía, ante la obvia existencia de esfuerzos que les preceden en tiempo y sofisticación. El que se me haya dado ya la oportunidad de escribir en Plaza Pública por más de tres años subraya lo obvio.
Algo similar pasó con la Escuela de Gobierno, un esfuerzo que me apuro a aplaudir rotundamente. En su lanzamiento se anunció como la primera escuela de gobierno en Guatemala. Esto a pesar de que apenas unos años antes, el vicepresidente Stein había fundado una cosa similar, y que el Instituto Nacional de Administración Pública rozaba ya para entonces el medio siglo de existencia. Tuve ocasión de preguntar al respecto a uno de los promotores de la EdG, y me explicó con una candidez ejemplar que ¡no se había enterado de la existencia del INAP hasta meses después de montada su escuela! No es problema la multiplicación de iniciativas, todo lo contrario, abona a la riqueza y diversidad nacionales. Pero muy distinto es dar tan por descontado el pasado que ni siquiera se le investigue.
Finalmente, remito al caso del Acuerdo de Desarrollo Humano suscrito por una variedad de personajes políticos, empresariales y diplomáticos en el Encuentro Nacional de Empresarios de 2013. De nuevo, es un esfuerzo encomiable, y sería ingrato no reconocer la buena iniciativa de sus promotores. Pero igual merece atención su insistencia en llamarlo «primero», como si aquí no hubiera historia. El primer y más importante acuerdo de desarrollo humano en este país ya cumplió 17 años, como allí mismo se reconoce. Se llama Paz Firme y Duradera, y fue escrito como un auténtico mapa de ruta para el desarrollo humano en Guatemala, con razones, fines, medios y medidas. Un mapa de ruta que literalmente costó sangre, y que valía la pena seguir. Un mapa de ruta, debemos reconocer, cuya concreción fue diligentemente estorbada por predecesores de quienes, hoy afortunadamente, meten el hombro al reciente acuerdo del que se sienten tan orgullosos.
No se trata, pues, de criticar por criticar, ni de censurar de manera infundada a una élite (que tampoco debemos confundir con empresariado ni con oligarquía, aclaro). Pero es una virtud muy apreciable la humildad, y más aún la voluntad de admitir el pasado. No se vale la amnesia, sobre todo cuando lleva a repetir, como una Penélope perversa, la misma historia, con los mismos ganadores y las mismas exclusiones. El Real Madrid podrá llevarse diez veces una misma copa. Pero construir sociedad exige reconocer que otros también se esfuerzan por hacer de estas tierras algo más que un sumidero tenebroso, y que hay responsabilidad propia –de clase, cuando no personal– en que estemos en este abismo. En vez de afanarse por la primacía, siempre y en todo, convendría promover un Segundo Acuerdo de Paz Firme y Duradera, que afirme el primero.