Para los antiguos beneficiarios, ahora todo debe volver a su cauce. Pero las reglas cambiaron, y los ciudadanos ya no hacemos caso a su juego perverso. Hoy urge revisar nuestro quehacer.
Los Congresos en las democracias modernas tienen tres funciones: representar a la ciudadanía, formular leyes y vigilar a los otros organismos, en particular al Ejecutivo.
Sin embargo, sobra evidencia de que nuestro Congreso no representa a la ciudadanía, sino apenas a un muy estrecho grupo: la clase política misma y sus financiadores. La función legisladora también quedó descartada. Líder no tuvo empacho en usar interpelaciones espurias para descarrilar la agenda legislativa, un truco aprendido del PP en tiempos de Colom. Y salvo destacadas excepciones, hace rato que el Congreso abdicó de su responsabilidad fiscalizadora y se convirtió en vulgar amanuense del Ejecutivo. Abandonar a Pérez Molina no fue independencia política, sino desesperación de diputados que buscaban salvar el pellejo ante la amenaza a su reelección.
Con los comicios del domingo recortamos, pero no cancelamos, la patente de corso de la vendible clase política. Votando o sin votar, igual concretamos el sueño compartido entre institucionalistas ingenuos —que priorizaron la votación sobre los elegidos— y sus socios maliciosos —esos que ya encuentran una puerta entreabierta con Jimmy Morales, pero que igual la abrirán a empujones con Sandra Torres si no queda más remedio—. Yo deliberadamente me cuento entre los primeros, no porque la elección haya resuelto algo, sino porque salvamos el rito que costó tanto históricamente, cuando descarrilarlo no ofrecía nada mejor. (De hecho, una cosa quedó clara: a los chapines nos gusta votar).
Para los antiguos beneficiarios, ahora todo debe volver a su cauce. Pero las reglas cambiaron, y los ciudadanos ya no hacemos caso a su juego perverso. Hoy urge revisar nuestro quehacer.
Empecemos con el reto. Desde abril creció la capacidad de la ciudadanía para manifestar su descontento a los actores políticos. Sin embargo, la sensibilidad de estos actores a los reclamos se debió en gran medida a su preocupación por salvar las elecciones y, con ellas, a sí mismos. Hoy ha desaparecido esa razón, que los impulsaba a conciliar y ceder. Se instalará un nuevo Congreso, con cuatro años más para exigir a los ciudadanos que atendamos a las formas, mientras ellos atienden al dinero, para disipar las demandas y cansar a los manifestantes.
Ante este escenario debemos afirmar los propósitos y replantear las acciones. Porque resuelta la transición deja de valer la insistencia en respetar la institucionalidad tanto para nosotros como para el establishment. Precisamente lo que necesitamos es irrespetar la institucionalidad para mejorarla. Por ejemplo, no hay excusa para seguir sosteniendo el marco político-electoral antiguo. Debe ponerse con urgencia, ¡antes del 14 de enero!, un alto al transfuguismo en el Congreso. Deben aprobarse las más ambiciosas reformas a la Ley Electoral y de Partidos Políticos. Esto es algo que hasta Maldonado Aguirre puede liderar. Y así con el servicio civil, reformar la SAT y el fisco, la Ley de Probidad, el secreto bancario y la Contraloría de Cuentas, por citar una agenda mínima de anticorrupción.
¿Pasará? Lo dudo. El poder entronizado en el Congreso y tras el Ejecutivo no tiene razón alguna para hacerlo motu proprio. Y aquí viene nuestro desafío. Elegimos un nuevo Legislativo que —aun con interesantes cambios— en su mayoría no nos representará, no encontrará razones para legislar bien y tampoco vigilará al Ejecutivo. Ante tal institucionalidad, tendremos que ir a lo importante: presionarla, suplirla, superarla.
Hoy, a la par del Congreso formal, necesitamos un Parlamento ciudadano: una conversación pública, autorganizada y explícita que recoja la amplia representación aún negada a la ciudadanía. Un Parlamento ciudadano que ejercite la formación de consensos básicos de política para un Estado pendiente de refundación. Donde por igual el MCN, la estridente locutora libertaria y el líder indígena se sienten, cedan y, sobre todo, construyan propuestas mancomunadas que amplíen el bien común. Donde el Grupo Semilla, #JusticiaYa, la CEUG y los empresarios (no, no dije Cacif; dije empresarios) formulen políticas fiscales que sirvan aunque duelan. Donde los graduandos de la Escuela de Gobierno (esa escuela sin gobierno) y el INAP (el Gobierno sin escuela) propongan organizaciones que reconstruyan la institucionalidad desmantelada desde Cerezo y Arzú. Donde la ciudadanía aún no organizada se integre y se comprometa.
¿Ingenuo? No, necesario. Porque las propuestas no son para hoy, sino para el largo plazo. Desarmar el pasado ingrato tomará tiempo. Sustituir las triquiñuelas por el bien común será arduo. Pero cuando los ciudadanos lleguemos al poder —y no lo dude: si persistimos llegaremos—, más vale que sepamos a qué vamos, que estemos organizados para hacer el bien, acostumbrados a respetar el disenso, y que podamos operar la democracia, esa que hasta aquí otros no quisieron.