El Estado Cayalá

El nuevo contrato social ya no es el de Rousseau, sino el trato del consumidor con el tendero. «Sírvase pasar a pagar en caja».

Si tengo un negocio y encuentro suficientes clientes, aunque el mercado vaya mal, puedo creer que lo mío es experiencia universal. ¿De qué se quejan tanto? Si tengo empleo, la tentación es fuerte por olvidar a quienes no están tan bien. ¿Por qué protestan, por qué me tapan la calle, si debo entrar puntual al trabajo?

Es como visitar el parque de diversiones del IRTRA en Retalhuleu: con estructuras conocidas y reglas claras, todos nos portamos bien. Cuesta creer que afuera esté el bosque. Pero hay un muro perimetral sólido, y un ejército de jardineros dedicado a abatir la maleza tropical sin tregua, mientras los salvavidas-policía imponen las normas por las buenas o por las malas. Al menos sabemos que la impostura es deliberada y compartida.

Hoy, algunos se empeñan en vender otra impostura, un «Estado al estilo Cayalá». Cayalá, ese centro comercial donde los promotores, con la complicidad cándida del consumidor, hacen como si construyeran una ciudad. Erigen iglesia, casas, arte público y mercado de verduleros. Pero no es sino un lugar para comprar y vender cachivaches, con dueño y sin ciudadanos. Si lo reconocemos, nos divertimos haciendo compras en un ambiente kitsch. Pero la decepción sería grande si fuéramos allí buscando ciudadanía. Está la metáfora perfecta en el gran árbol muerto que tiene ese sitio en el centro. Me dicen que cuando construyeron el parqueo subterráneo le cortaron las raíces, y ahora no queda sino adornar el esqueleto, que algún día caerá. La realidad se las arregla para ser irónica, peor que el comediante más mordaz.

Ya a escala nacional, los vendedores del Estado-Cayalá buscan montar la sociedad entera de la misma forma y vendernos un simulacro. Si a ellos les va bien –nos tratan de convencer– seguro que a todos los demás nos irá bien. Quien no está con ellos, es parte de la maleza tropical. El nuevo contrato social ya no es el de Rousseau, sino el trato del consumidor con el tendero. «Sírvase pasar a pagar en caja». Y para esto, más que políticos que representen ciudadanos, basta con contratar gerentes de tienda y gerentes de marca, gente que haga caso al directorio.

«El cliente siempre tiene la razón», dice el lema trillado. Pero la experiencia no deja duda y la letra menuda lo confirma: «siempre que quiera lo que le conviene a la empresa». Igual nos está pasando con este Estado-Cayalá: «la soberanía radica en el pueblo…», reza la Constitución, «siempre que quiera lo que le conviene al poder», apostilla entre dientes quien tira de las pitas del títere. Y comenzamos a entender por qué quienes rechazan la extracción minera ya no son ciudadanos con derecho a disentir, sino criminales. Entendemos por qué el indígena que esté de acuerdo es «bueno», pero el que se organiza «está financiado por los noruegos». Entendemos por qué una pluma del Cacif dice añorar a un polemista conservador de antaño, pero cualquier cuestionamiento actual es tildado de crítica destructiva. La opción es única: ser clientes del parque de diversiones, o simple maleza fuera del muro perimetral.

No me malentienda: proyectos como el IRTRA y Ciudad Cayalá dejan una lección. Pero no es la que quisieran sacar los pacatos promotores del Estado-Cayalá, los mismos que dilapidaron al Estado-Nación y aún hoy se resisten a pagar impuestos. La lección es ésta: con reglas claras, autoridad eficaz y recursos suficientes, es posible construir cosas bonitas para todos, incluso en este triste trópico.

Pero la sociedad política, el Estado, no es un bien comprado, un pago por servicios. Más bien es un derecho inherente, una soberanía ejercida. En esta plaza el ciudadano no es cliente, sino dueño, y los hijos del privilegio deben ser apenas una voz más. Cuando el gobierno criminaliza a sus ciudadanos porque rechazan las iniciativas extractivas de los poderosos, o cuando en el desamparo mandan a sus hijos al Norte, cuando ignora sus reclamos por justicia o destruye sus ventas informales sin darles alternativas, es porque ese mismo gobierno ha perdido de vista para qué sirve. Peor aún, a quién sirve.

Podrán algunos, los pocos, seguir construyendo su Estado de vitrina. Pero mientras insistan en cortar las raíces de la ciudadanía el resultado será siempre el mismo: a la larga el árbol se secará, la impostura se hará visible y caerá.

Original en Plaza Pública

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