Para recapitular el argumento: a González le llama la atención que el porcentaje de votantes empadronados que asisten a las urnas ha ido en ascenso desde las elecciones de 1999, llegando a una cifra récord en la primera vuelta este año (¿Por qué siguen votando los guatemaltecos?). Ello a pesar de la impertinencia de los candidatos y sus empresas electorales, perdón, partidos. Señala que votar es una conducta aprendida y concluye en que, ante un sistema político pésimo, la asistencia a las urnas es una anomalía, fruto de la falta de pensamiento crítico, la ignorancia o la comodidad.
En contrapunto a sus argumentos, pongo dos propios. El primero es superficial, y con él me atrevo a contestar la pregunta de su título. El punto no es por qué siguen votando los guatemaltecos, es que ¡apenas comienzan! Lo que con escasos 26 años de práctica electoral parece una tendencia inexplicable, es nomás la marea de electores que surge de una sociedad secularmente excluida. Los de hoy son primeros votantes. No son hijos de votantes, ni de candidatos, ni de ciudadanos. Son hijos, nietos y bisnietos de excluidos. Acudir a la urna en estas circunstancias es mostrar el derecho de piso de una ciudadanía largamente negada.
Sin embargo, el meollo del asunto está en la dirección de la relación entre votantes y elegidos. Hay que resistir la tentación de ver a los votantes como bobos, por más ignorantes, iletrados, ideologizados o marginados que sean. Cada uno –esos que la foto de Sandra Sebastián muestra con sombrero y en fila, tanto como la mara Gucci de La Cañada– cada uno tiene razones para votar o para no hacerlo. La manipulación es, acaso, un tango para dos, donde candidato y votantes son socios, rivales y cómplices a la vez.
Aquí está la clave. Las elecciones son ante todo comunicación. Mientras la lectura de González ha fijado la atención en una dirección –el candidato que miente para engatusar al votante– igualmente hay que dar crédito a la otra vía de la relación. Cada ciudadano, con su voto entusiasta, cauto, estratégico o desencantado, comunica su opinión sobre los candidatos y el proceso. Todos juntos, enviamos señales que ningún político puede darse el lujo de ignorar, así sea nomás para diseñar su engaño.
Entonces, aún con candidatos fantoches y partidos que son comparsa vendida al mejor postor, aún entonces la regularidad de la señal que manda la ciudadanía les recuerda, “aquí el dueño del negocio soy yo”. Como el memento mori susurrado al general romano para recordarle que su gloria era pasajera, el metrónomo de las elecciones recuerda a buenos, regulares y malos que su tiempo en el poder es finito. El latido del corazón no dice nada acerca de las intenciones, e igual la regularidad de las elecciones tampoco dice qué hará una democracia. Pero sin latidos no hay vida, y sin elecciones no hay cauce para el cambio en el poder y en las instituciones.
El contraste con el quietismo de una dictadura no podría ser más marcado. Con voto o sin voto, los ciudadanos-víctimas del tirano saben que allí nada cambiará. Mientras tanto, nosotros con nuestro pulso cuatrienal le decimos una y otra vez a los pícaros y a los buenos por igual: el dueño de este negocio soy yo, y en cuatro años, te guste o no, tú te irás.