El diálogo fiscal no puede instalarse para debatir si subirá la carga, sino para concretar la forma como subirá y para cuándo.
Vuelve al tapete la reforma fiscal. De forma excepcional, es la élite empresarial la que da el primer paso. No seamos enteramente cínicos y partamos mejor de presumir la buena intención de los líderes de la Fundesa y el Cacif. Hay razones para creerles. Primero, porque la enormidad de la evasión que siguen destapando la Cicig, el MP y ahora la SAT ya no deja negar lo obvio: ser empresario de élite no es garantía de dignidad. Tan tramposo ha demostrado ser el empresariado grande como la élite política. Segundo, porque desde que Felipe Bosch propuso en Washington que la carga tributaria debía subir quedó claro que la élite está urgida de dar respuestas creíbles a la presión estadounidense.
También es positivo que los planteamientos no queden simplemente en cuestión de ingresos, sino que destaquen la necesidad de atender el gasto. Porque la ineficiencia y la corrupción matan, porque urge atender la salud y la educación y porque el hambre y la injusticia apremian. Porque no se vale que la USAC siga operando en la opacidad ni que los sindicatos capturen la nómina salarial mientras evitan que se exija buen trabajo.
Sin embargo, hablar es fácil y entretenido. Fácil porque se ofrece el cielo, y entretenido porque luego se entretiene el asunto hasta el día del juicio final, por la tarde. Así pasó con el pacto fiscal, con la reforma fiscal en tiempos de Colom y con su caricatura enana bajo Pérez Molina. Todos fueron esfuerzos condenados a morir sin haber amado, no digamos ya dejar como hijo un ingreso fiscal fortalecido, con el simple recurso de darles largas.
Por eso es en extremo importante entender que aquí no se necesita un diálogo fiscal. Aquí lo que se necesita es más ingreso cobrado de forma justa.
La ciudadanía debe considerar enteramente inaceptable que los sospechosos usuales (Gobierno, Cacif, partidos políticos, sindicatos, líderes indígenas, universidad —agregue aquí su representante favorito—) se sienten nomás para retomar el circo perpetuo de las mesas y las comisiones. Basta recordar las mesas de trabajoinstaladas por Luis Rabbé hace un año para revolver el estómago.
Aquí el primer resultado necesario ya está claro: aumentar la carga tributaria de manera significativa, progresiva, empezando en un plazo perentorio y para largo. Porque ni recaudando todo lo que está en el presupuesto ni gastando bien hasta el último centavo alcanzaría para hacer lo que urge en este país de pobreza lacerante. Se lo digo claro: somos una vergüenza internacional por lo poco que invertimos en servir a nuestra sociedad y en construir un Estado funcional.
El segundo resultado necesario también está claro. Es asignar esa carga tributaria de forma que los que más tenemos paguemos la parte mayor del incremento. Y en esto la misma élite empresarial debe ser la primera y pagar más. No por empresarios, sino porque ya hoy ellos y sus familias concentran la riqueza para hacerlo. Una riqueza construida históricamente —imposible ocultarlo ya— sobre la depauperación de una parte considerable de la sociedad y sobre la negativa a financiar un Estado eficaz. Una riqueza que apenas sufrirá, aunque contribuyan a un incremento fiscal significativo. Esto es responsabilidad social empresarial.
El diálogo fiscal no puede instalarse para debatir si subirá la carga, sino para concretar la forma como subirá y para cuándo. A un 12.5 % en un año, a un 15 % en cuatro años y así. El diálogo fiscal no puede instalarse para averiguar si la élite quiere pagar más o no, sino para planificar la forma como lo hará y para instalar las garantías que le aseguren que el dinero se usará bien. El diálogo fiscal solo servirá si consigue un pacto con nuestra raquítica pero real clase media para que también cumplamos sin despotricar porque sufren los consumos que nos hacían creernos ricos. Pero también para que dejemos de ser —junto con los empleados en relación de dependencia— las víctimas cautivas del fisco.
El diálogo no puede servir para que, ¡oh sorpresa!, encontremos que la solución es que los pobres paguen por los pobres usando el IVA como equivalente fiscal de las gotas mágicas con que Baldetti pretendía limpiar el lago de Amatitlán. Para que se le quede: la reforma fiscal debe ir en orden alfabético. ISR viene antes que IVA.
Así que, antes de instalar cualquier diálogo, quienes quieran participar, la élite por delante, tendrán que afirmar que ya aceptaron pagar más y entonces pagar primero y afirmar que están dispuestos a fortalecer la inversión pública y su fiscalización.