El currículo

La escuela es la forma en que la sociedad contemporánea de masas resuelve la necesidad de programar la mente de sus ciudadanos. En el pasado y en sociedades pequeñas, bastaba que los chicos pasaran tiempo con sus mayores junto al fuego, en el campo o en el taller. Poco a poco e imperceptiblemente aprendían su quehacer. Y en el camino, entre historias, regaños y halagos, se construía la mente adulta.

Con la creciente complejidad de la sociedad, esto resultó insuficiente: es lento, incierto y limitado en cuanto al volumen y a la diversidad de los conocimientos que permite transmitir. Desde la Revolución Industrial, la educación escolar resuelve el problema de producir muchos ciudadanos que comparten tanto valores como saberes prácticos.

Algunos la cuestionan, y con razón: la escuela ha producido generaciones de gente obediente y manipulable, carne de cañón para insertar en la fábrica o, literalmente, en la guerra. Con valores como patria y eficiencia se moviliza gran número de personas tanto para el mal como para el bien. Pero, sea como fuere, habiendo cada vez más gente en sociedades más grandes, es improbable que dejemos de educar en masa, así lo hagamos de manera más sofisticada.

Podemos desarrollar tanto competencias musicales en la clase de literatura como competencias lectoras en el aula de música. Pero hay que quererlo y saberlo hacer.

En este contexto, el currículo importa: define lo básico de esa educación para todos. De modo afín al derecho, el currículo recoge los acuerdos sociales acerca de qué aprenderán los chicos y para qué lo aprenderán. Como el derecho, puede construirse democráticamente entre todos o imponerse desde unos pocos. También, como el derecho, puede ser camisa de fuerza que sofoca a los docentes con múltiples requisitos o especificar solamente los resultados clave de la educación.

Pero, al igual que con el derecho y su concreción —la ley—, el currículo es apenas el primer eslabón. Al qué y para qué curriculares deben agregarse el cómo —las metodologías didácticas— y el con qué —los recursos educativos—, que van desde un buen profesor hasta los libros de texto, las aulas, los pupitres y, hoy, la Internet. Sin jueces ni policía, el derecho no pasa de buena intención. Sin didáctica eficaz ni recursos educativos, el currículo es letra muerta.

Esta reflexión es necesaria para comentar la actualización curricular del ciclo básico que este año, lamentablemente a la carrera, ha introducido el Ministerio de Educación. En particular, para justipreciar las críticas y resistencias a este.

El mayor alboroto lo han hecho los docentes de educación musical, quienes temen que su área desaparezca del currículo. Cuenta la prensa que algunos docentes de música fueron despedidos por directores que no perdieron tiempo: si no está el área, no necesito el profesor.

Esto, por supuesto, es una gran patraña. El currículo no hace nada por sí mismo. Una de las bondades de un currículo por competencias —como el de Guatemala— es que especifica los resultados deseados de la educación, no da instrucciones al docente y a la escuela (o tal vez ese es el problema: que tenemos más técnicos operarios de la educación, que necesitan instrucciones, que docentes profesionales). Sin embargo, sí hay jerarquía en el conocimiento que desarrolla la escuela: es indispensable que todo mundo aprenda a leer, escribir, contar y pensar muy bien. Esto necesita tiempo para conseguirse y no es negociable, precisamente porque, si se aprende a leer bien, se puede leer y aprender toda la vida. Sobre música tanto como sobre deporte o literatura. No perdamos de vista esto, que la escuela se debe a los estudiantes antes que a los docentes.

A pesar de ello, las competencias (que son los resultados deseados en educación) para la música siguen visibles y requeridas en el currículo actualizado. Agreguemos a ello que podemos desarrollar tanto competencias musicales en la clase de literatura como competencias lectoras en el aula de música. Pero hay que quererlo y saberlo hacer. Entendamos que es la torpe malicia de un director la que despide al docente de música, no el currículo revisado.

El verdadero problema, el que debe quitarnos el sueño, es que para concretar los resultados educativos hacen falta escuelas y docentes eficaces, y allí sí estamos en aprietos. Cuando el currículo actualizado especifica, por ejemplo, que un estudiante del primer grado del ciclo básico «articula la experiencia musical que siente percibiéndola, disfrutándola y expresándose», la pregunta obligada es: ¿con qué instrumentos, en qué salón de música, con qué partituras, con qué docente profesional y especializado? En última instancia, ¿con qué dinero? Si los chicos llegan al ciclo básico sin saber leer, apenas pudiendo multiplicar, ¿no estaremos quejándonos de la lluvia en medio del huracán?

Ilustración: En clase de música (2024), Adobe Firefly

Original en Plaza Pública

Verified by MonsterInsights