El avestruz que da coces

El domingo hubo elecciones en España. Los socialistas lograron ampliar y confirmar su liderazgo, pero no lo suficiente para gobernar solos. Y, por primera vez desde Franco, llega con fuerza al Parlamento el ultranacionalismo conservador, mientras la derecha tradicional se desploma.

Dejemos el análisis político a los especialistas, pero usemos la coyuntura para explorar un tema más amplio, más psicológico. Examinemos por qué ganan terreno entre los votantes opciones radicales conservadoras como Vox, como Trump, como Bolsonaro. O, en clave Tortrix, como Zury Ríos. Es fácil decir que su éxito responde al desencanto con los partidos tradicionales, pero esto explica igual por la izquierda que por la derecha. Ambos lados del espectro se han fragmentado, tanto en España como en otras partes. A la política han entrado outsiders de ambos extremos. Pero parecen conseguir más un Abascal con Vox que un Iglesias con Unidas Podemos, un Trump cuando secuestra el Partido Republicano que un Sanders al cuestionar a los demócratas. O, siempre en clave Tortrix, un Alejandro Giammattei mientras aquí ni siquiera llegamos a opción de izquierda.

Al detenernos en el contenido de las propuestas antes que en los caudillos, el asunto se hace aún más extraño. Porque, mientras la izquierda radical se concentra en ofrecer beneficios a grupos particulares —más escuela para los pobres, derechos para las mujeres, matrimonio para los homosexuales—, la ultraderecha pide votos para hacer daño: ejecutar gente, rechazar a los migrantes, amargarles la vida a los homosexuales, por ejemplo. Parece que el electorado prefiere herir a otros antes que procurar beneficios propios.

Siendo generosos, diremos que el votante rechaza las ofertas de izquierda radical porque traen un corolario costoso —más impuestos— o acarrean una injusticia percibida —el uso de sus impuestos ya pagados para beneficiar a quien no ha contribuido al erario—. Claro, sin contar que con frecuencia los votantes de las derechas radicales son los principales beneficiarios de tales prestaciones, como ocurre en las circunscripciones blancas del sur de los Estados Unidos. Pero de eso —rechazar la ineficiencia o la injusticia distributiva— a abrazar la derecha radical aún queda un largo y confuso trecho.

Sin tanta generosidad podemos agregar: la derecha radical hace una prédica que, seamos francos, es repugnante a nivel personal. Cuesta creer que una madre, por muy conservadora que sea, quiera ver a su hija casada con Donald Trump sentado a su mesa y recomendando que a las mujeres se las debe tomar por el coño. ¿Por qué abrazan propuestas tan carentes de empatía, basadas en maltratar a otros? ¿Por qué, ante el desencanto con lo convencional, el voto no se decanta por quien ofrece más empatía, no menos? Sospecho que en el fondo es asunto de temor, de escape ante la incertidumbre.

Me explico. El mundo contemporáneo nos impone cambio acelerado sin certeza de destino. La economía, la política, la tecnología y la sociedad, ninguna se parece a lo que tuvimos cuando crecimos los mayores. Y para los jóvenes no hay garantía alguna: ni de empleo, ni siquiera de trabajo mal pagado, no digamos ya de protección social. Las únicas certezas son la deuda inacabable y un ambiente invivible por el cambio climático. Como presa acorralada enfrentamos el dilema primitivo: luchar o huir.

Se opta entonces por la fuga: apretar los ojos, taparse los oídos, soñar con un pasado, probablemente imaginario, cuando todo fue mejor.

Se opta entonces por la fuga: apretar los ojos, taparse los oídos, soñar con un pasado, probablemente imaginario, cuando todo fue mejor. Y decir no. No al presente desagradable, no a la duda, no al cambio, no al esfuerzo incierto y al resultado ignoto. Ante el futuro desconocido da certeza la paz del no a todo. Y cualquiera —pobre, rico, hombre, mujer, joven, viejo— puede caber en esa negación. Basta con una sola cosa: decir no.

Y si se opta por luchar, es con la eficacia visible de la destrucción. No sabemos qué construir ni cómo construirlo. No sabemos con quién ni para qué. No sabemos cuánto costará hacerlo. Da entonces un indudable sentido de eficacia empuñar un bate y romper una vitrina, quemar una iglesia, denunciar a un migrante o, peor aún, tomar un rifle y dispararle en una frontera. Ante la tarea compleja e incierta de construir un futuro que no se entiende queda la estéril satisfacción de proclamar: sí, ese brexit es obra mía, así no resuelva nada. Esa cruz en llamas la encendí yo, así solo ilumine la devastación.

Original en Plaza Pública

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