No basta si tuvieron razón en su momento, ni siquiera si siguen teniendo razón. El problema es que hoy otros ya no piensan igual, y toca convenir.
“La política es el arte de lo posible”, dijo Bismark hace siglo y medio, y sigue siendo cierto. Estando dispuestos a ceder podemos conseguir cualquier cosa.
En democracia sirve de poco tener razón, si no se logran acuerdos. No es concordar en todo, pero sí conseguir mínimos comunes para la acción colectiva. La firma de la Paz es ejemplo. Cada parte cedió algo para conseguir el resultado común. Sin embargo, tuvo un resultado incompleto. Un trato parcial firmado entre algunos, sobre algunas cosas e implementado a medias. ¿Sirvió? ¡En parte!
Hoy las limitaciones son obvias y clara la necesidad de un propósito mayor: construir el Estado para todos. Es aquí donde no alcanzan las formas usuales. Ni basta que yo tenga razón, ni que el otro esté equivocado. El problema es que, a menos que sea el Estado para todos, será un Estado que no sirve bien a nadie, y no se moverá coherentemente.
La guerra nos heredó un estilo que ayuda poco. Todos quisieron aniquilar a sus contrincantes. Sin embargo, la derecha fue más eficaz en conseguir lo que quería, en la paz tanto como en la guerra. Pero malentendió sus triunfos como cheques en blanco. Allí radica su tragedia, pues ha llegado a creer que basta con tener el poder. Ha prevalecido, pero nunca aprendió a escuchar.
El resultado es que ahora tenemos una sociedad esquizofrénica y un Estado que sigue negando las diferencias. Todos hablan, pero nadie dialoga. Todos buscan prevalecer y, aunque la élite gana por poderosa, no resuelve el problema de fondo. Nos excusamos debatiendo si el Estado es capaz o no, pero como señala Taylor-Gooby, lo importante no es la capacidad del Estado para actuar, sino en favor de quién lo hace.
Es un resultado triste, por inútil. Vea a Gustavo Porras, afligido por la amenaza a la paz política que él ve en la acusación de genocidio contra Ríos Montt. Con indignación y, sospecho, honestidad intelectual, reclama la razón. Y quizá la tenga, tratándose de la paz que firmó en 1996, con los actores de 1996 y las circunstancias de 1996. El problema es que en lo que tomamos la foto del río, el agua siguió corriendo. Lo dijo Heráclito hace dos milenios y medio: es, pero ya no es, el mismo río. En pago por su insistencia, Porras se convierte en el nuevo ex-guerrillero que todos disfrutan odiar. Más se apura la izquierda a cubrirlo de escarnio que la derecha a despreciarlo.
Aunque cueste admitirlo, desde 1996 cada actor siguió en lo suyo, cada vez más apartados. No basta si tuvieron razón los signatarios de la Paz en su momento, ni siquiera si siguen teniendo razón. El problema es que hoy otros ya no piensan igual, y toca convenir. Sin embargo −y éste es el punto que quiero rescatar−, en el cambio la carga onerosa está sobre los poderosos.
A los débiles siempre les toca cambiar, porque no les queda remedio. El campesino fue pasto de guerra ayer, y hoy es habitante del barranco urbano, más a su pesar que por elección. Los más poderosos decidieron buscar otros cultivos, y el desposeído que antes cosechaba café hoy corta caña; el que sembraba maíz, hoy se descubre “invasor” en una finca de palma africana.
Es por ello que el pobre echa mano de lo que puede. Desde la pobreza es más fácil resistir que tramar campañas mediáticas. Así, la huelga es el instrumento del sindicalista y el bloqueo, el del campesino. Cuando no se tiene la sartén por el mango, difícilmente se la puede mover. Pero se puede patear la hoguera.
Mientras tanto los poderosos, los que ya lo poseen todo, tienen la sartén bien agarrada y les tocaría moverla, y para bien. Sin embargo la historia es lapidaria: la gente de arriba no cambia, salvo a la fuerza.
Esto no significa que no haya futuro. La tarea es difícil, pero no imposible. La élite quizá no cambie, pero sí lo pueden hacer quienes se conciben reformadores dentro de ella. Esos pocos son los llamados a buscar alianzas y negociar concesiones, a no atascarse en el credo intransigente de algunos de sus iguales. A pesar de un Presidente que tropieza −otra vez− al sentenciar que aquí somos conservadores, en la élite hay reformadores. ¿Tendrán el coraje para hacer lo necesario?