El amigo de mi amigo es mi enemigo

La llegada de Biden a la Casa Blanca se agradece. Da un respiro a quienes luchan por la justicia en Centroamérica.

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Tras la infinita voluntad de Trump de romper cosas, se aprecia tener a un adulto responsable a cargo de la autonombrada gendarmería global. Por supuesto, el malandro sigue sin castigo. Peor aún, sus habilitadores republicanos muestran toda intención de seguir en la insensatez antidemocrática. Aprendieron poco del sedicioso ataque al Capitolio.

Como todo lo que pasa en el Norte, la catástrofe de los últimos cuatro años también nos afectará. Pero es problema de Washington y aquí nos sobra descalabro propio. A pesar de ello, apenas en su octavo día la administración de Biden decidió somatarle la mesa al Pacto de Corruptos y a su insistencia en nombrar como magistrado de la Corte de Constitucionalidad a la persona más impresentable que pudo encontrar. Y parece estar funcionando.

Estados Unidos debe lidiar con problemas tan complejos como reinsertarse en el Acuerdo de París, normalizar el acuerdo de control de armas con Irán y recuperar el respeto perdido de los europeos. ¿Por qué poner atención tan temprano a nuestro paisito de mierda? (Si tan solo lo único que quedara de Trump fuera su franqueza intemperada).

La historia de nuestras relaciones con la potencia da pistas: Guatemala es el sujeto ideal para dar ejemplo. Tiene problemas tan execrables (como un Congreso que escoge a Mynor Moto como magistrado) que nadie a lo ancho del espectro político de Estados Unidos está dispuesto a justificarlos. Es suficientemente obsequiosa (como en el caso del acuerdo de «tercer país seguro») para hacer caso sin protesta. Y demasiado pequeña para que un error se traduzca en un problema incontrolable.

En 1954, en el evento fundacional de nuestra vorágine contemporánea, los hermanos Dulles, expertos como Trump en romper cosas, sembraron de sal la poca tierra democrática con que contábamos e ilustraron cómo se haría de allí en adelante con quienes desobedecieran. Poco antes lo habían ensayado en Irán. Tres generaciones de guatemaltecos vivimos con las consecuencias, como también les ha tocado a tres generaciones de iraníes. Por supuesto, en Washington igualmente deben lidiar con ello las sucesivas administraciones que, una tras otra, heredan problemas grandes en Asia y pequeños aquí, pero siempre irresolubles.

Estados Unidos aún insiste en tener a ese mal socio que es el Cacif.

Sin embargo, hoy la historia les plantea una oportunidad tanto a la administración de Biden como a la misma ciudadanía guatemalteca, siempre tan golpeada. En 1954, el anticomunismo y las prioridades comerciales de Eisenhower encontraron eco en la riqueza improductiva, la gazmoñería eclesiástica y la violencia militar de nuestras élites. Desde entonces la cosa se ha complicado. La Iglesia católica dio paso al sinnúmero de Iglesias protestantes, hoy cacofónico amplificador de mensajes antidemocráticos y de mafias locales que apenas desquitan el alienante soporte al interés estadounidense por Israel. Los militares mutaron en narcotraficantes. Y la élite económica sigue haciendo lo que mejor le sale: decir que no a todo para no cambiar nada. Eso sí, mientras se ceba con los narcotraficantes (piense en Acisclo Valladares hijo) y entorna los ojos con hipocresía evangélica (piense en cualquiera).

Y aquí está la oportunidad, aunque también el reto. Porque Estados Unidos aún insiste en tener a ese mal socio que es el Cacif. Y mire lo que ha costado que el cobarde cartel de la élite empresarial publique apenas un galimatías ante la escandalosa elección de Mynor Moto. Porque es el mismo Cacif el que habilitó la expulsión de la Cicig: prefirió librar a sus familiares corruptos de la persecución judicial aunque les diera pase y salvo a toda la corrupción y al crimen organizado. Es el Cacif el que sostiene políticamente a la Junta Directiva del Congreso y el que quiere jueces y magistrados a su medida, con lo que termina favoreciendo jueces y magistrados a la medida del narco.

Por supuesto, con la balanza comercial literalmente en la balanza, renunciar a quienes controlan los sectores de energía, telecomunicaciones o agroexportación en Guatemala no le viene ligero a la política exterior estadounidense. No por el monto, pues el tráfico con Guatemala es pequeño. Nuevamente parece mandar el temor al mal ejemplo. Pero comienza a haber suficientes empresarios, suficientemente grandes y que no dependen del control social de la clase, como para exigirles que rompan filas con el Cacif. Ni sector privado ni emprendimiento son equivalentes a Cacif. Biden hoy da señas de querer dar giros, discretos pero efectivos, en temas torales de su patria. Quizá sea buen momento para convencerlo de cerrar también el ingrato capítulo que Estados Unidos abrió aquí en 1954.

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Léelo también en inglés.

Ilustración: «Pasa una nube» (2020, imagen propia).

Original en Plaza Pública

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