Dignidad

Cuando los ciudadanos agachamos la cabeza y aceptamos los desmanes —en el Estado, en la universidad o desde la religión—, igualmente evadimos la responsabilidad de ser agentes de una vida digna.

En la conferencia de prensa, el presidente esquiva responder quién pagará la cuenta del hotel: «No tengo por qué dar declaraciones sobre eso». Ufano, dice que fue «un arreglo privado».

El vicepresidente explica: «Yo, como médico, incluso de forma personal, he consumido medicamentos que están vencidos».

De golpe, 11 diputados cambian de partido. Como parvada alborotada se apuran antes de que valgan las reformas para frenar el transfuguismo. El partido oficial recibe a 8 y el presidente se contradice. Que representa la unidad nacional, dice, mientras su partido corea que lo hicieron «por el bien de la nación».

Lejos del poder, estudiantes de la USAC, que un día vivirán por el primero no hacer daño, y de agronomía, que se supone que nos darán de comer a todos, una vez más abusan de sus compañeros de nuevo ingreso. Pese a la prohibición expresa.

Rematan obispos y pastores poniendo crucecitas en su firma y alambicados sofismas en el papel. «Queremos jóvenes con esperanza y con fortaleza». Ajá. Mientras rechazan que a esos mismos jóvenes se les dé educación sexual integral. Dios guarde hablar de penes y vaginas, sexo, pasión y amor aquí en esta tierra. ¿Recordarán aquello de «atan cargas pesadas…»?

Pero, a pesar de las contradicciones presidenciales, aún hay jimmyliebers que insisten en que a Morales hay que dejarlo hacer y denuestan a quienes lo señalan. Ante los abusos en la USAC no faltarán quienes rían recordando los abusos de que fueron víctimas o victimarios: ah, los patojos de la tricentenaria. Y otros, hipócritas cuando no arrogantes, hacen la corte a la doctrina medieval, aun cuando en su propia casa no tienen ocho hijos, sino dos.

Basta de ejemplos, pues solo estos ya fatigan. Cada uno subraya lo mismo: la falta del sentido de dignidad. Dignidad entendida como la entendía Dworkin, basada en dos principios: que cada individuo tiene valor intrínseco y merece respeto y que cada individuo tiene la responsabilidad de realizar el valor de su propia vida.

Porque cuando el presidente desanda el «ni corrupto» alegando un arreglo privado, ofende, en primer lugar, a su propia dignidad de mandatario, aun antes que a la de los ciudadanos, sus mandantes. Renuncia con ello a la responsabilidad ética que le exige construir la vida que él mismo escogió —la del funcionario electo— con la transparencia que demanda, con la transparencia que prometió.

Porque cuando el vicepresidente va más allá de su propia salud tomando medicamentos vencidos para sugerir que también los recetó —¿qué otra cosa podría significar ese incluso?—, insinúa que los pacientes carecen de la valía que exige garantizar el medicamento prescrito. Es que son pobrecitos, indignos de algo mejor.

Porque cuando los diputados se cambian de partido, la tinta aún fresca en la firma que ellos mismos pusieron a la prohibición, no son solo cínicos. Luego volverán a casa y besarán a sus hijos, esos a quienes hoy les niegan la dignidad de crecer en un país con oportunidades para todos. Y de nuevo, en su complicidad anodina, el presidente evade la responsabilidad de asumir el costo de su mandato.

Porque cuando algunos se dan a la tarea de vejar a los nuevos universitarios, no solo riegan semillas de violencia. También niegan a los más jóvenes el respeto que se merecen como individuos al pintarlos como víctimas indistintas, en indignidad tanto como en pintura y pelo trasquilado. Sobre todo reniegan de su propia responsabilidad de llevar una vida mejor, pues jamás podrán ya decir: «Yo nunca le hice eso a un semejante».

Porque cuando los religiosos se entrometen en el Estado para estorbar la educación en lo más elemental acerca del cuerpo, el sexo y el amor, el poder y el empoderamiento, también allí niegan la dignidad de los jóvenes, desprecian su capacidad y responsabilidad de escoger con información para hacer con su vida lo que deban, lo que puedan, lo que quieran.

Porque cuando los ciudadanos agachamos la cabeza y aceptamos los desmanes —en el Estado, en la universidad o desde la religión—, igualmente evadimos la responsabilidad de ser agentes de una vida digna. Porque al dar el inmerecido beneficio de la duda frente a la obvia mentira, al dejar pasar el cinismo político, al llamar juego al abuso o religión a la hipocresía, ilustramos que se nos ha olvidado cómo ser exquisitos —sí, «de singular y extraordinaria calidad»— en la valoración de la propia dignidad humana. Se nos ha olvidado cómo ser irreductibles en el respeto a los demás y en hacernos responsables del bien.

Original en Plaza Pública

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