Diálogo eficaz

Superemos el silencio y pongamos sobre la mesa, con valentía, los temas incómodos. Ellos son la materia del diálogo, no sus distractores.

El orgullo patrio no es algo que se tiene solo porque sí. Es lo que conseguimos si entre todos construimos algo bueno. Así concluye Salvador Paiz su nota sobre lo que debemos celebrar como independencia. Concuerdo con él a la vez que intento ir más lejos.

Paiz ve el diálogo como la forma de movernos del antes que marcan casi dos siglos de exclusión y desigualdad al después de una sociedad que construye un proyecto común. Tiene razón. Tendrá que ser a través del intercambio ordenado de ideas como identifiquemos las posiciones que cada uno tiene para construir planteamientos comunes.

A la vez, debemos reconocer que el diálogo no es eficaz por definición. Más aún, comprendamos que el fracaso del diálogo significa un éxito perverso para algunos. Las instancias de diálogo, las mesas y los pactos de toda especie solo han servido con frecuencia para postergar y frustrar los afanes de conciliación.

Para entender por qué, sirve recordar la célebre observación de Von Clausewitz de que la guerra es la continuación de la política por otros medios. Sirve también la réplica de Foucault, menos conocida pero igualmente aguda, de que también la política es la continuación de la guerra por otros medios. Ambas subrayan lo sustantivo del diálogo: es una forma del continuo intercambio de señales entre dos o más partes. Y las señales pueden ser tanto de amistad como de odio. Pueden ser palabras o balas. Así que el diálogo es medio, pero no garantiza los fines.

Es por ello que, por mucho que haya que dialogar sobre el futuro, hay también temas del pasado que no podemos excluir como condición para emprender el diálogo. Tales temas son la materia del diálogo, y es justamente para abordarlos que debemos hablar.

Tal es el caso de la justicia incompleta tras la guerra, el tropiezo que leo entre líneas cuando Paiz afirma que «aún no hemos alcanzado la reconciliación nacional […] a pesar de que firmamos la paz hace 20 años. Como sociedad, cargamos con este gran peso del pasado y hemos caído en el círculo vicioso del revanchismo».

Aquí llegamos al núcleo duro del diálogo, pues la observación de Paiz ilustra dos rasgos que destacar, dos retos que superar. El primero es su caracterización del otro con quien se dialoga. El segundo es el origen de esa caracterización.

El primer rasgo implica que Paiz ve como revanchista a quien, aún hoy, insiste en señalar las injusticias del pasado. Con esto hace un gran desfavor a su propia causa. Marginar del diálogo este tenaz desafío —la injusticia histórica y su concreción en la violencia de la guerra— mina la posibilidad de que el diálogo sea eficaz porque nunca podrá abordar el problema que ese mismo diálogo tendría que resolver.

Esto lleva al segundo rasgo. ¿De dónde sale esa caracterización de que quienes piden justicia solo buscan revancha? Mi apuesta es que es un asunto de asociaciones —históricas, familiares, culturales, de clase— que caracterizan el origen del autor y definen su entorno. Entre la élite económica, en la boca de sus líderes históricos, el reclamo de justicia posconflicto sigue siendo visto como revancha, como ajuste de cuentas, como un seguir la guerra por otros medios. Y Paiz es hijo de su medio.

Por supuesto, tal dinámica no es exclusiva de un autor ni de la élite económica. Todos cargamos con nuestras propias imprecisiones, adquiridas y reforzadas en nuestro entorno social, económico, cultural y de clase. Algunas izquierdas siguen hablando del empresariado como si allí solo cupieran hombres gordos que fuman habanos mientras traman contra el pobre. Algunos indígenas hacen automática equivalencia entre ladino y la primera acepción del término: taimado. Y los hijos de la clase media urbana pronto estereotipamos al campesino que protesta por sus derechos largamente postergados, ya que nos incomoda en un tránsito del que la municipalidad capitalina —también ladina, aunque se imagine criolla— hace ratos abdicó.

Tres lecciones saco de todo esto, aspirando también a embarcarnos en un diálogo eficaz. Primero, superemos el silencio y pongamos sobre la mesa, con valentía, los temas incómodos. Ellos son la materia del diálogo, no sus distractores. Segundo, admitamos nuestros prejuicios porque, como el alcohólico que busca mejoría, dicha confesión sí es precondición para un diálogo que rehabilite. Finalmente, pongamos distancia —pública y, sí, arriesgada—respecto a las retaguardias obcecadas de nuestros respectivos bandos. Una distancia explícita y difícil, pero indispensable, para acercarnos a quienes desde el otro lado de la exclusión y del silencio extienden los brazos mientras se corren esos mismos riesgos.

Original en Plaza Pública

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