A menos que usted en lo personal se involucre en presionar y supervisar la reforma, dé por perdido su caso. Y luego no alegue que la cosa no mejora.
Supongamos que compra un tambo de gas propano. Quiere que le den el volumen ofrecido, que el envase esté lleno. Para esto busca un tambo que tenga puesto un marchamo.
El marchamo no está para dar un vistoso toque de color a la industria del gas, sino como marca que garantiza el final de un proceso en que se llena, pesa y verifica que cada tambo esté cabal. En algún momento alguien se cansó de comprar tambos a medio llenar, y eventualmente se instituyó el marchamo como mecanismo de aval. Pero para cumplir esta función, el proceso debe hacer lo que dice hacer, seguirse al pie de la letra y sin trampas.
En la gobernanza democrática es igual. El momento de las elecciones es como poner el marchamo. Cuando el Tribunal Supremo Electoral da los resultados del conteo, pone el sello de color al proceso político, y todos volvemos contentos a casa a consumir nuestra democracia. Pero sólo funciona si el proceso es lo que dice ser, si se sigue al pie de la letra y sin trampas.
Desde que pasamos a la democracia en 1986, nos hemos enfocado en poner el marchamo. Hoy las elecciones ocurren regularmente, y cada una tiene su marchamo. El sufragio universal garantiza que todos, sin distingo de sexo y etnia, podamos teóricamente comprar un tambo con marchamo. Esto es de celebrarse. En los 164 años previos, a los líderes políticos les importaba poco sellar la garantía del proceso.
Los últimos 28 años han demostrado que ello no basta. Buscamos atentos los marchamos democráticos, pero los involucrados han introducido cada vez más triquiñuelas en la política, desvirtuando las elecciones. Sin embargo, mal haríamos con rechazar el proceso electoral, como quien pidiera no tener marchamos al descubrir que igual le están vendiendo tambos a medio llenar. Lo que toca es sacar las arrugas –y a los tramposos– del proceso político, para devolver el valor de garantía al momento electoral.
Hoy enfrentamos una oportunidad. La discusión de la Ley Electoral y de Partidos Políticos (conocida como LEPP) puede introducir mejoras en el proceso y asegurar que, al llegar a las elecciones, se pueda escoger entre tambos llenos de buen gas, no entre mentirosos simulacros.
Pero tenemos un problema: los diputados, los partidos políticos y sus financistas –la misma gente que llenó tambos a medias, que robó lotes de marchamos para poner en sus tambos tramposos y que sobornó al fulano que pesa los recipientes– esa misma es quien tiene la responsabilidad de enmendar la plana. Así que debemos partir del entendido que, salvo contadísimas excepciones, no les conviene ni interesa mejorar el proceso. A menos que usted en lo personal, con nombre y apellido, se involucre en presionar y supervisar la reforma, dé por perdido su caso. Y luego no alegue que la cosa no mejora.
Un segundo reto es considerar qué mejoras necesitamos. Vale de nuevo el ejemplo del gas. Lo importante es el resultado –que los tambos vayan llenos. Al juzgar las reformas a la LEPP, valore más las propuestas que mejoren los resultados políticos.
Ello incluye aumentar el control ciudadano efectivo sobre los políticos concretos que nos representan. Véalo hoy: ¿quién le representa, y qué capacidad tiene usted de hacer que esa persona le atienda? Significa reducir el costo de hacer política –que incluye acortar las campañas y preferir su financiamiento público–, para que más gente pueda entrar al proceso, haya menos influencia de los financiadores grandes y menos necesidad de publicidad comercial. Implica exigir que los partidos sean estables, profesionales y democráticos, no ocasionales maquinitas electoreras de un caudillo. Exige incorporar grupos sociales que sistemáticamente y desde siempre han sido excluidos de la política. De nuevo, véalo por los resultados: son poquísimos los indígenas y las mujeres en política, y no precisamente porque no quieran participar; toda una comunidad puede estar de acuerdo en una consulta, e igual no cuenta para nada. Esto debe resolverse. Es indispensable que podamos confiar en quien pone los marchamos: necesitamos un Tribunal Supremo Electoral independiente, creíble, bien financiado, profesional y capaz de aplicar sanciones severas.
Así que con estos criterios, involúcrese. Que no le vendan aire en lugar de gas. No se quede callado. Entérese de las propuestas, examínelas y, hoy sí, exprésese como ciudadano. Hable con sus amigas y colegas, organícese. ¿Para qué piensa que están las redes sociales, las cartas a los editores, y toda una Novena Avenida frente al Congreso?