La paz confirmó el papel de las ONG como cauce para el activismo político, sin llamarlo así y sin conectarlo formalmente con el poder.
De sobra se ha dicho que los 36 años de guerra nos callaron. La tortura, las masacres y el asesinato selectivo enseñaron que el silencio era la mayor virtud ciudadana.
Las opciones políticas se hicieron estrechas y extremas. El que quisiera podía pervertirse y hacerse parte del régimen criminal. Podía ser cómplice silencioso, como tantos burócratas que vieron y callaron cosas terribles hechas en nombre del Estado y su seguridad. Podía creer el argumento de que solo la violencia resuelve la violencia, empuñar un arma y lanzarse al suicidio en nombre del hombre nuevo. O podía comportarse como ciudadano normal: trabajar duro, organizarse, denunciar la injusticia… y eventualmente amanecer muerto en una cuneta.
Para cuando al fin terminó el enfrentamiento en 1996, el silencio lo había ahogado todo. Tres generaciones aprendimos la lección: para no morir se evitaba estar metido en algo. Vimos la política como cosa mala.
Con el retorno del exilio y la desmovilización de ambos bandos, muchos debieron repensarse como ciudadanos, lo cual significaba encontrar empleo, salario y, más aún, propósito. Ante la urgencia de atender a los más pobres, el bum de la cooperación para la paz se combinó con la incapacidad para crear empleo del sector privado y el recorte del aparato público que recetó el Consenso de Washington. Las ONG abrieron una oportunidad para muchos con voluntad de servicio y necesidad de trabajo. Por supuesto, también crearon opciones para quienes pasaron de la mafia militar a la mafia municipal, pero dejemos que a estos los atienda la Cicig.
Resumiendo, la paz confirmó el papel de las ONG (y también de las fundaciones privadas) como cauce para el activismo político, sin llamarlo así y sin conectarlo formalmente con el poder. Y la política quedó como campo sin custodia, como coto de caza para los más ruines. ¡Qué error más grande cometimos!
Hoy las cosas comienzan a cambiar. Prácticamente ha desaparecido la generación de los dignos que hicieron la revolución del 44 y de los ingratos que la deshicieron. Y las dos generaciones que la siguieron aún callan o yerran cuando hablan. La historia nos trató cruelmente, pero no hay vuelta atrás: vamos camino de la irrelevancia, y eso es bueno. El día pertenece a gente nueva, que no creció con la guerra. Apoyados en Twitter y Facebook, amontonaron ideas, corazón y voces en la plaza central.
Si ya los viejos y los menos viejos vemos escapar entre los dedos la oportunidad de dejar huella, al menos sirvamos para una cosa: evitar que los nuevos cometan nuestros mismos errores. Esto incluye la trampa, el callejón sin salida de oenegizar la política. Ahora que se asienta la experiencia de las protestas (aunque algunos no sepan sino llamarla fracaso), a los más jóvenes toca concretar organizaciones, procurar planes y programas, juntar plata y lanzarse a la acción. Pero en la misma energía acecha el riesgo, pues es fácil cimentar las iniciativas en el error de los que vinieron antes.
Y así comienzan a surgir institutos, centros de pensamiento, asociaciones y sociedades, y yo me retuerzo las manos, afligido al verlos tomar el mismo camino. Las ONG tienen sus usos, no me malentiendan, pero, si lo que quieren es tener impacto sobre el poder, no armen una ONG. Considerando el pasado, resulta obvio: si he de llevar agua a la aldea, construyo un acueducto; si quiero cambiar el aprendizaje, doy clases. Y si quiero acceder al poder, no tengo otra opción que hacer política.
«Pero es que con esta Ley Electoral y de Partidos Políticos no se puede competir». Quizá, pero ¿quién dice que la legislación aplicable a las ONG es mejor? Si lo duda, mire a Arnoldo Medrano y su red de ONG mafiosas. Claro que hay que reformar leyes, pero eso es cosa aparte, que los propósitos siempre serán distintos. No nos engañemos, pues no hay atajo. La diferencia no estará en el marco legal, sino en la claridad con que se asuman ideologías, se construyan plataformas y, sobre todo, se aprenda a reunir gente distinta en el consenso estratégico.
Una ONG le servirá bien para montar el Instituto Lésbico Indígena para la Educación de Puntelcerro y servir a las cinco personas que cumplen sus criterios. En su fundación privada podrá charlar con sus amigos, entretenerse con que está creando escuela de gobierno. Pero se necesita la política moderna de masas para reunir gente diversa —lesbianas, indígenas, educadores, gente de Puntelcerro, empresarios y todos los demás— que quiera el bien, urgida de desarrollo, como ciudadanos politizados, para gobernarnos con democracia.