Nuestra mente es como una bola pegajosa de ideas. A lo largo de la vida, cada quién suma ítems a la particular colección de pensamientos que nos hace ser quienes somos. Como en el Katamari Damacy, empezamos con un mínimo de información, que permite agregar cosas y crecer el globo de lo que sabemos.
Las ideas más firmes actúan como organizadores. Si hacen referencia a lo que somos y cómo actuamos, las llamamos personalidad. Si nos sirven para explicar nuestro entorno social y sus propósitos, las llamamos ideología.
En el día a día asumimos que ese conjunto de verdades no cambia a lo largo de la vida. Un poco de introspección alcanza para reconocer que esto es una ilusión. Haga memoria detallada de las ideas y aspiraciones que valoraba hace 10 años: seguramente han cambiado mucho al día de hoy.
Eso sí: es más fácil que se nos peguen ideas que se parecen a lo que ya tenemos en la cabeza. Quien creció católico tiende a aceptar más fácilmente nueva información sobre santos y milagros, porque sabe de qué se trata. Quien creció en una familia política entiende el estira y encoge del poder: se crió oyendo quién sería el siguiente líder y cómo lo conseguiría.
Eso no significa que no demos virajes en pensamiento y creencias. Las conversiones —grandes o pequeñas, religiosas o no— son más frecuentes de lo que reconocemos. Muchos experimentan rompimiento cuando termina la juventud y salen del hogar de sus padres, en torno a un divorcio o cuando ven la muerte cerca. Aún en estos casos el quiebre viene contenido por las formas que la mente adquirió previamente: muchos años queriendo escapar de la autoridad paterna, cuestionando la autodefinición como parte de una pareja o queriendo creer las historias acerca del más allá.
Ese desarrollo —ya sea continuo y sin sobresaltos, o puntuado por giros bruscos— no ocurre en el vacío. En círculos que se refuerzan, construimos nuestra personalidad e ideología con elementos del entorno. Autoritarismo o cariño en casa, domingos en la iglesia o en el deporte, mensajes de la televisión, lecciones de la escuela y conversaciones con amigos: todos ofrecen los ladrillos con que edificamos nuestra mente. Por eso la gente en Suecia crece pensándose sueca y los hijos del campesino, agricultores. Aun quien se rebela lo hace rechazando su entorno.
Esa dependencia del contexto explica también los virajes en masa. Por ejemplo, en Guatemala la proporción de evangélicos aumentó dramáticamente en dos generaciones. No fue fruto espontáneo del descubrimiento individual, sino de un entorno que cambió. Creció el dinero invertido en predicadores, radio y TV evangélicas. Una proporción masiva de personas —antes católicas— estuvo expuesta a mensajes que resonaban con sus dudas acerca de las instituciones y religión en las que habían crecido.
Estamos construyendo la aspiración de los jóvenes —la ideología con que interpretan el mundo, las actitudes y conductas que conforman su personalidad— con basura.
La semana pasada me sumé a la crítica de la pasarela de modas que pretendía hacer Emilio Méndez sobre los estragos de la erupción del volcán de Fuego. No faltó quién me reprochara: «Hagan buenos comentarios, no fomenten el odio. La fiesta es para conmemorar y recordar a los muertos. (…) ¿Por qué insistir en algo corregido?» comentó un lector en Twitter.
Pero debemos insistir mucho en la crítica porque tales acciones y sus mensajes son piezas con las que las personas en este país construyen personalidad e ideología. Teniendo riqueza, controlando los medios y actuando como iconos a los que aspira la clase media, son las élites las que marcan la pauta que se reproduce en la publicidad y que estructura mucho de lo que piensa y quiere el conjunto social.
La semana pasada un comentarista en TV señaló que «El idealismo de los jóvenes que quieren cambiar Guatemala, es lo único que nos puede salvar.» Pues bien, estamos construyendo la aspiración de los jóvenes —la ideología con que interpretan el mundo, las actitudes y conductas que conforman su personalidad— con basura que las élites ponen a circular a través de la cultura y los medios. Aprenden a querer lo que piensa nuestra élite.
Por eso es grave el hecho, más grave aún la esterilidad de quienes no lo entienden. Porque a los menos de los jóvenes se les dice que está bien bailar sobre escombros, sin escarbar para ver qué hay debajo. Y a los más se les insiste en que aquí no hay esperanza. Que sus muertos quedarán enterrados para siempre bajo las cenizas, mientras otros bailarán inconscientes sobre ellos.
Ilustración: «Casas con techo de paja en Cordeville» (1890), de Vincent van Gogh.