La trampa de la que debemos huir como de la peste misma es la complacencia con nuestras propias explicaciones.
¿Por qué tememos tanto a la crítica? Mientras crece por el frente la indignación ante la criminalidad y la corrupción, hay una retaguardia que exhorta: sonríe, no te quejes.
«No te quejes, dime qué podemos hacer.» Como si quejarse fuera nada, como si por quejarnos dejáramos de hacer otras cosas. Pero entre queja, diatriba y crítica no hay más diferencia que aquel que la califica. Si tu crítica no me gusta, la llamo queja. Si tu tono no me gusta, es diatriba.
El artista reclama cuando quitan sus fotos de unos vellos púbicos. Para qué tanta bulla sobre cosa de tan poca monta, piensa el vecino. Mientras tanto los indígenas exigen respeto a sus lugares sagrados. ¡Pero si no pasan de sitios turísticos, igual al Vaticano!, replica el intelectual ateo. Otros piden justicia para los animales. ¿Y qué quieres que comamos?, ¿hierbas?, replican los demás. Como me gustan mis razones, pues la mía siempre es crítica, la tuya apenas queja.
Sin embargo -y aquí está la clave- la critica es esencial para el progreso, porque es la llave del cambio. Ella sola no garantiza la mejora, pero sin ella perdemos conciencia del error y de la necesidad del progreso. Cuando un empleado denuncia a su jefe malversador, no tiene poder para hacer algo al respecto, pero abre la puerta. Cuando un joven abusado denuncia a un cura pederasta, no cambia a la Jerarquía, pero abre la puerta. Cuando un ciudadano llama irresponsable al Ministro de la Defensa, apenas gana terreno, pero abre la puerta.
Este fue el hallazgo de la Ilustración, el poderoso motor de la ciencia: la crítica sistemática no justifica las razones, pero identifica las buenas explicaciones [1]. Lo mismo vale en el día a día y en la política. La trampa de la que debemos huir como de la peste misma es la complacencia con nuestras propias explicaciones. Siempre nos veremos a nosotros mismos en una luz más generosa que la de los demás. Arjona se indigna ¡si lo estoy haciendo tan bien, bola de nalgas tibias! sin percatarse de sus fallos.
Más absurdo aún, leo por allí: «No seremos buenos en el fútbol, pero somos un GRAN PAÍS!!!» [sic]. Si la definición de gran país no pasa por el fútbol, ¿por qué vincularlos? Y si el desempeño es medida de grandeza, ¿por qué negar la pequeñez? En ambos casos cambiar -ya sea deshacerse del fútbol o enfrentar la chambonería nacional- exige primero admitir la crítica, no sumirse en la autocomplacencia o callar al crítico.
En lo político esto es esencial. Señalar sin tregua las barbaridades del Ejército es la llave para sacarlo de la vida pública y reducirlo a su lugar. Subrayar las marrullerías del CACIF es el pase para quitarle el prestigio a sus cuatreros antifiscales. Reírnos del miedoso localismo de la élite ayuda a superar nuestras rémoras coloniales. Señalar por cafre al que en pleno siglo 21 sigue pensando que manchar la obra pública le gana adeptos exige repensar las formas de comunicar la voluntad popular. Cuestionar las causas indígenas obliga también a examinar el conservadurismo de todos los pueblos.
Admitamos entonces el papel de los quejosos: desde nuestra pareja, que nos hace pasar un mal rato cuando señala nuestras debilidades, pasando por el columnista que se erige en juez -¡y los comentaristas que lo ponen en su sitio!- hasta el estridente portador de pancarta y megáfono que nos recuerda que nuestra carretera y nuestra calle asfaltada son aún privilegios de pocos. Ellos son los pioneros, los exploradores de la frontera de nuestra moralidad, los que pinchan la burbuja de nuestra satisfacción propia.
Bienvenida la crítica que nos hace reflexionar, que abre paso al cambio, y con él da parto al progreso. La respuesta a la queja no es el silencio, la exclusión o la represión. Dijo Desmond Tutu: no levantes la voz, mejora tu argumento. Yo presto su idea y digo: no me calles, no me ahoges con tus gritos, no pienses que baste con descalificarme. La única respuesta válida a la crítica es el examen de los propias ideas. Son el diálogo y el debate los que nos permiten a todos mejorar nuestros argumentos, a identificar las opciones, a involucrarnos unos con otros para hacer cosas mejores.
[1] Deutsch, David (2011). The Beginning of Infinity: Explanations that Transform the World (El Principio de la infinidad: explicaciones que transforman al mundo). Penguin. Nueva York.
Original en Plaza Pública