Me escribe un viejo amigo, mi más antiguo amigo. ¿Cómo te va?, pregunta.
Juntos puyamos hormigueros en la primaria. Los recreos eran para recorrer el patio del colegio, haciendo filosofía especulativa, tarea tan propia del ocio de los niños y que los adultos ahogamos con actividades programadas. ¿Qué pasará cuando uno muere?, ¿habrá algún día autos que vuelan? Hacer juicios morales sobre la profesora de caligrafía, juicios estéticos sobre las compañeras: nada quedaba fuera de límites. Y el favorito de mi amigo, los dilemas: ¿qué será peor?, retaba, ¿dar un beso a la profesora de caligrafía, o compartir pupitre con la niña impopular?
Ha pasado medio siglo desde eso y medio año desde que conversamos por última vez. Entre pandemia y encierro pregunta por mi bienestar y comenta: «viendo con tristeza los estragos que hacen esas turbas en USA y derribando hasta monumentos». Entramos en debate: ¿qué importa más, lamentar la caída del memorial a un esclavista largamente difunto o indignarse por la muerte de un afroestadounidense sofocado hoy por el racismo que campea en las filas de la Policía de ese país?
Por supuesto, ninguno de los dos estamos hablando de afrodescendientes, esclavitud en el sur de los Estados Unidos o políticas públicas sobre memoria y monumentos. Apenas pintamos la escena noticiosa global con los colores de nuestras persuasiones políticas. «¿A qué hora te hiciste tan conservador?», pregunto sin respuesta. En el patio de la escuela era él el esclarecido, que se reía viéndome aceptar la versión más ortodoxa del catolicismo.
El contraste trae un recuerdo, nunca compartido con él aunque me acompañará siempre. Íbamos, como tantas veces, sentados en el asiento posterior del auto de su madre, entonces figura pública. Pasamos por el muy nuevo «asentamiento 4 de Febrero», a orillas del «Anillo Periférico» —que nunca llegaría a ser anillo, mucho menos periférico—. Más tardé yo en hacer un estúpido comentario clasista que ella en explicarme cómo funciona eso de la dignidad humana y para todos. ¿Qué habrá pasado desde entonces?, me pregunto al terminar la conversación.
Lo que ha pasado, concluyo, es Guatemala. Tras la cercanía juvenil tan cotidiana nuestras vidas divergieron. La mía a la USAC. Luego, perseguí los estudios y el trabajo fuera de la patria. La de él lo llevó a la Universidad Marroquín y luego al empleo. En Nueva York descubrí —¡cuánta inocencia!— que aún los latinoamericanos blancos como yo merecemos discriminación a los ojos del Norte. Ante ese espejo descubrí también quién era yo: un racista, un clasista. Y desde Washington conocí que, como dice el genio de Les Luthiers, «no es cierto que todos los negros son maltratados aquí. Algunos negros son maltratados en otros países». Cosa que no se aplica solo a afrodescendientes: los humanos somos muy buenos en encontrar otros para maltratar y encima justificarlo. Aquí hacemos ambas cosas con espectacular eficacia.
Los humanos somos muy buenos en encontrar otros para maltratar y encima justificarlo. En Guatemala hacemos ambas cosas con espectacular eficacia.
La vida de mi amigo sigue en Guatemala. Conversa cotidianamente con los hijos de la élite que conocimos de jóvenes. Para eso precisamente nos pusieron nuestros padres —¡ingenua autodestrucción de los clasemedieros al querer ayudar a nuestros hijos!— en los colegios de la élite: para que nos dieran ejemplo y, quizá algún día, empleo también.
Siguió mi amigo en la Guatemala que explica las protestas en los EEUU como asunto de cubanos y venezolanos (no es invento; me lo dijo así). Siguió en la Guatemala que escribe silogismos defectuosos: como no todos los policías son racistas ni todos los afroamericanos criminales, seguro cuando un policía abusa de un afroestadounidense no hay racismo que protestar.
Han pasado las décadas así. Hoy, a pesar del origen compartido, en esta patria de sofoco, a pesar de tener ambos más en común con George Floyd cuando gime «no puedo respirar» que con el racista cuya efigie cae desecrada, quedamos el uno lamentando una cabeza de bronce, el otro sorprendido que tardara tanto en caer. Pero tiene sentido: mientras uno hizo upas a quienes sacaron a la Cicig de Guatemala, porque así convenía a nuestros excompañeros de élite involucrados en la corrupción estructural del Estado guatemalteco, el otro veía una plantación que en pleno siglo 21 destruía con éxito su última oportunidad de construir justicia para todos.
Concluyo con una exhortación: salga de Guatemala, saque a sus hijos de Guatemala. No necesita ser físicamente. Así esté en cuarentena, hágalo con la mente y con el corazón. Hay mejores cosas y necesitamos ser mejores. Salga de Guatemala antes de que ella lo envenene para siempre.
Ilustración: La antigua torre del cementerio en Nuenen (1885), de Vincent Van Gogh.