Arrancó el mundial de fútbol. Es un auténtico dechado de peculiaridad humana.
No simplemente por el espíritu competitivo, que compartimos con tantas otras especies, ni por su foco enteramente banal. Al fin, hay poca diferencia entre la irrelevancia de contar las veces que un balón pasa por un arco y la irrelevancia de ver quién orina más alto, como los osos panda. Bien visto y aunque se feminice el fútbol, quizá es alarde de machos.
El torneo es una compilación de arbitrariedades. Se citan 32 equipos —cuadrillas dedicadas profesionalmente a una actividad que no produce más que placer y algunas lesiones— pero igual podrían ser menos o más. Cada equipo representa a una entidad imaginaria —un país— de una colección cuyos miembros difícilmente pueden ser más disímiles y que sin embargo insistimos en ver como equivalentes: pequeños como Costa Rica y grandes como Argentina; ricos como Alemania y pobres como Camerún. Algunos son continentes completos, como Australia; otros apenas una esquina entre montañas, como Suiza. Hasta hay algunos, como Inglaterra y Gales, que solo distinguimos como países en el contexto particular del torneo.
Eso es apenas el inicio de las arbitrariedades. El tamaño de la cancha, el peso del balón, el número de árbitros y la validez de su juicio, el tipo de gramilla, todos se definen arbitrariamente y todos pueden cambiar con el tiempo sin que dudemos en afirmar que sigue siendo el mismo juego. ¡Y todavía hay quien se altera porque Catar no tiene tradición de fútbol, hágame el favor!
Y cuando gana nuestro equipo favorito —arbitrariamente escogido— con igual arbitrariedad tiramos puños al aire y celebramos, como si ese gol ocurrido al otro lado del mundo de alguna forma fuera fruto de nuestro empeño, o que ya obtenido nos cubriera personalmente de gloria. Y así con las canciones y con los gestos, los colores y los emblemas; con el saber enciclopédico de resultados de mundiales y partidos pasados, aunque escasamente se distinga de la desaforada aptitud del sieteañero que traza la taxonomía de los pokemón.
Cuando gana nuestro equipo favorito tiramos puños al aire y celebramos, como si ese gol de alguna forma fuera fruto de nuestro empeño.
¿Son razones para rechazarlo? En absoluto, sino más bien para abrazarlo. Es que somos humanos y eso es lo que hacemos los humanos: inventar razones, dar significado a las actividades, así sean arbitrarias o no tanto.
Y es aquí que encontramos la clave: que la cuestión no está en la arbitrariedad y su disfrute, porque sí, la vida es un carnaval. La clave está en que esa peculiar concatenación de arbitrariedades, desde la selección de Catar como sede, hasta la última luz de bengala cuando se clausuren los juegos el 18 de diciembre, pasando por cada gol que personalmente celebremos o lamentemos, descansa sobre otra particular acreción de hechos que obligan a reflexionar.
Son hechos como que Catar haya usado su dinero para sobornar funcionarios de la Fifa. Y que ese dinero salga del petróleo. Que en la construcción de los estadios haya privado el mismo abuso de mano de obra migrante que Catar acredita en toda su economía —y que tampoco le es exclusivo—. Y que el emir de Catar compró en 2011 un club —el Paris Saint Germain— gracias a que detrás venían 100 años de privatización de un fútbol que había empezado con clubes de suscripción en propiedad de los fanáticos. Y que eso —la mercantilización del pasatiempo deportivo— no es sino una instancia más de la mercantilización de todo, así se llame fútbol, alta costura, concursos de orquídeas, megaiglesia, transporte urbano, contratación de académicos, manuales de macramé, filosofía, periodismo, hidroponía o música clásica.
Dirá que exagero. Que quizá cuando todo es todo, nada es algo. Y tendría razón, si no fuera porque es justamente la combinación tóxica de energía fósil y capitalismo financiero la que hoy nos tiene al borde de un precipicio atroz, de heredar a nuestros hijos y nietos un mundo invivible. De modo que sí, disfrutemos el fútbol, disfrutemos cada partido y cada jugada. Pero no dejemos que ese disfrute opere como distractor, menos aún como excusa para no reflexionar. Por la copa y también a pesar de ella, tenemos un compromiso personalísimo con enfrentar el calentamiento global, la explotación de la gente y la cosificación de todo.
Ilustración: Construir un estadio, a partir de imagen generada por Dall-E.