Nos enteramos la semana pasada de que Patzité, municipio de Quiché, es «Municipio Digital». Con bombo y platillo el Ministerio de Educación, la fundación Sergio Paiz (Funsepa), las autoridades locales, docentes y estudiantes de las escuelas celebraron la entrega de 184 computadoras —de escritorio, a juzgar por las imágenes— para 1,183 estudiantes y 53 maestros. Es, anuncian los organizadores, el 4to. Municipio Digital que instalan.
Si mis cuentas no fallan, cada computador deberá servir a más de 6 estudiantes. Y si el acceso se da durante la jornada escolar —los equipos están concentrados en laboratorios en las escuelas— cada estudiante tendrá 50 minutos de uso por día. El asunto lo resumió bien mi pareja colombiana cuando se lo conté: ¡ay, qué pecaíto!
Llamar «Municipio Digital» a lo que es poco más que un laboratorio de cómputo saca la bola del estadio.
Pero vayamos más lejos. Reviso y encuentro que el primero de estos «Municipios Digitales» fue montado en 2019. El tercero, en Sipacate, Escuintla, hace 3 meses. Asumiendo el ritmo optimista de un municipio cada 3 meses, los organizadores habrán «digitalizado» los 440 municipios del país en… ¡110 años! Hace un tiempo Verónica Spross, de la ONG Empresarios por la Educación, preguntaba retóricamente si el 2022 sería el año de la digitalización de la educación en Guatemala. Mmm, no.
La sinécdoque —nombrar al todo por la parte— es legítima en letras y frecuente en publicidad. Pero llamar «Municipio Digital» a lo que es poco más que un laboratorio de cómputo saca la bola del estadio. Lo cual ya sería generosidad, considerando que la Funsepa ha donado equipos así desde 2004 y lo ha hecho a un ritmo mayor al que ahora se publicita (en promedio 416 computadoras por trimestre). Obviamente no están digitalizando la educación. ¿De que se trata este barullo, entonces?
No es que la filantropía esté mal. Ante la pandemia yo mismo ayudé el año pasado con algunas amistades a reunir celulares —allí sí, uno por estudiante— para que un grupo de jovencitas en Totonicapán pudiera conectarse a los recursos educativos en la internet. Pero de ahí a decir que hicimos de Totonicapán una «comunidad educativa digital» hay bastante camino.
Así que partamos de una perogrullada: para hacer la cosa, hay que hacer la cosa. Si usted quiere subir una montaña, no basta con decirlo, ni con poner un pie en la ladera y proclamarla «Ladera subida». Hay que subir la montaña, poner un pie frente al otro hasta llegar a la cima. Y aquí está el problema. Porque ninguno de los involucrados, ni donantes ni autoridades, todos con tanta prisa por salir en la foto, apuesta por resolver el problema, nomás por dar la apariencia.
Como mínimo, digitalizar la educación exige poner el dinero en ello desde el gobierno, antes que gastarlo en un inservible y corrupto seguro de salud escolar y dotar a cada escuela, a todas las escuelas, de conectividad y equipos suficientes para cada estudiante. Exige enfrentar a las empresas de telecomunicaciones y sus leyes hechas a medida, para garantizar acceso universal a la internet. Y exige un sector público con capacidad de producir permanentemente contenido digital de calidad, como sucedió con el Plan Ceibal en Uruguay, que arrancó justo cuando en Guatemala la Funsepa comenzaba a repartir computadoras usadas y que creció mientras el fundador de esta se daba por vencido de universalizar el acceso escolar a la internet porque los miembros de su propia élite no lo quieren. Y exige llamar incompetencia a la incompetencia, no apañarla con entregas de laboratorios que encalan la tumba que es la educación nacional. Sin contar que exige no financiar políticos corruptos bajo la mesa.
Digitalizar la educación exige algo que resulta imposible para los señores del poder público y del poder privado en Guatemala, sus eternos defraudadores: admitir que la ciudadanía lo requiere por derecho, no por dádiva.
Así que aquí está el auténtico problema: la gente de Patzité y Sipacate —estudiantes, docentes y autoridades— recibe agradecida las computadoras y con razón: algo es infinitamente más que nada. Son los eternos defraudados. Porque digitalizar la educación exige algo que resulta imposible para los señores del poder público y del poder privado en Guatemala, sus eternos defraudadores: admitir que la ciudadanía lo requiere por derecho, no por dádiva. Y que ciudadanos somos todos por igual.
Para las autoridades y particularmente para los señores en la tarima la gente de Patzité, de Sipacate y de tantos otros lugares no son conciudadanos con iguales derechos que ellos. Son apenas los genéricos beneficiarios de sus dádivas. Son —literalmente más que solo como metáfora— el ganado que con un mínimo de inversión ya hace funcionar sus ingenios y sus tiendas. ¿Qué sentido tendría en su mundo pacato, de presidentes venales y tribunales acomodaticios, dar más que desechos al ganado?
Ilustración: Ver, no tocar (2022, foto propia)