Empiezo con algo sencillo. Revise de qué lado le toca abrocharse la camisa.
Si es hombre, encontrará que su camisa tiene los botones del lado derecho y los ojales del lado izquierdo. Si es mujer, al revés: izquierda para botones, derecha para ojales. Pregúntese por qué.
Quizá razone como yo. Por mucho tiempo, impensante, supuse que sería para diferenciar camisa de hombre de camisa de mujer. Como si no pudiéramos ver que tienden a ser distintas en tamaño, color o tipo de tela. Que unas camisas tienen pinzas para la cintura y espacio para el busto. O más sencillo: que unas las llevan puestas hombres y otras, mujeres.
La explicación está en otra parte. Pero antes, examinemos la mecánica de abotonarse. Para quienes somos derechos —alrededor del 90% de la población— es práctico sostener el ojal en la mano izquierda mientras los dedos de la diestra, por algo el nombre, manipulan con más agilidad el botón. Así que poner los ojales del lado izquierdo beneficia a 9 de cada 10 personas. Sin embargo, todas las mujeres encuentran el botón del lado izquierdo y el ojal del derecho. Si, como entre los hombres, 1 de cada 10 de ellas es zurda, eso significa que la industria del vestuario conviene solo a la mitad de las personas: 9 de cada 10 hombres (45% de toda la gente) y 1 de cada 10 mujeres (5% de toda la gente).
Como tantas veces, el asunto tiene un origen histórico. Los botones son antiguos. Pero se popularizaron con el desarrollo de la ropa entallada. En los siglos XVIII y XIX la Revolución Industrial amplió la fabricación mecánica de telas y masificó la producción estandarizada de ropa entallada.
Esa automatización y esa estandarización absorbieron una distinción importante entre hombres y mujeres: los hombres se vestían a sí mismos, mientras que las mujeres eran vestidas. La restrictiva indumentaria femenina —corsés, corpiños y botones posteriores en los vestidos— todos requerían ayuda para el cierre. Las mujeres acaudaladas eran vestidas por sus empleadas, las mujeres pobres se vestían entre ellas.
Es frecuente escuchar argumentos que demeritan las quejas contra la discriminación por carecer de un agente que deliberadamente margina a otra persona.
Tenía sentido entonces que el broche fuera para la conveniencia de quien abotona, en este caso alguien distinta a quien lleva la prenda. ¡Y se hace la luz! El botón del lado derecho para la empleada, familiar o amiga está del lado izquierdo para la usuaria. La diferencia se perpetuó en los patrones de la industria, la fabricación en masa la reprodujo y así llegó hasta nosotros. Ahora la mayoría de mujeres encuentra los botones donde no le convienen. Aunque prácticamente no haya gente a quien la vista otra persona, aunque las máquinas igual puedan producir ojales y botones a diestra que a siniestra. Aunque aún hoy sean las mujeres quienes fabrican la mayoría de la ropa. Una inconveniencia mínima que persistirá a perpetuidad, a menos que alguien dedique su vida a hacer campaña por la desdiferenciación sexual de las camisas.
No es asunto para llevar a un juzgado de delitos contra la mujer. Pero la historia nos sirve para reflexionar acerca de las peculiares causas y operación del sexismo y más generalmente de la discriminación. Es frecuente escuchar argumentos que demeritan las quejas contra la segregación por carecer de un agente que deliberadamente margina a otra persona: que aquí no hay racismo porque no hay leyes que digan que los indígenas tienen menos derechos. O que no se discrimina contra las mujeres porque pueden votar y en papel tienen acceso a los mismos empleos que los hombres.
Pero como enseñan botones y ojales, el asunto es mucho más sutil. Combina historia, procesos productivos y conductas aprendidas desde antes de que hayamos comenzado a preguntar por qué. Es, literalmente, un asunto estructural (aunque haya quien vea esta como mala palabra).
Sí, es necesario perseguir al injusto, que hace víctimas a personas concretas, porque queremos reducir el sufrimiento. Pero, a la larga, resulta más importante reconocer, señalar y resolver las injusticias estructurales: el sexismo, el racismo y el clasismo que están imbricados en las formas de la sociedad, en la gramática del lenguaje, en la organización de las instituciones, en las recompensas de la economía. Un individuo injusto puede hacer mal por sus malas intenciones y mala conducta. Pero una estructura injusta consigue que todos, hasta el bueno, hagan mal. Hace que las mujeres reproduzcan el machismo, que los indígenas financien el racismo y que los pobres voten por las élites que se aprovechan de ellos. Consigue que el privilegiado se crea meritorio y el marginado culpable.
Ilustración: «El burdel» (1888), de Vincent Van Gogh