No le pido que se vuelva comunista. A mí me gusta el consumo y he visto mercados que funcionan.
Sin embargo, el problema no es Cayalá, apenas una iniciativa comercial más. La lógica del mercado capitalista dicta que se reúnan los inversionistas, busquen algo en qué meter su dinero, que vendan y recuperen la plata con ganancias. Allí no hay sorpresas.
El problema está en el aventurado supuesto de que aquí tenemos una economía de mercado moderna. Y allí sí, la cosa comienza a hacer agua. Dese nomás una vuelta entre semana por la Plaza Fontabella en la Zona Viva: tiendas sin parroquianos, aceras sin gente. ¿Dónde están todos? Claro, se han ido a abrir la boca a Cayalá.
Lo que tenemos aquí es apenas una parodia de mercado: unos pocos, los de siempre, hacen negocios predicados sobre la exportación y sobre la explotación de recursos naturales. Éste es el dinero grande, el “motor de la economía”; de su abundante ganancia toman para invertir en negocios como Cayalá. Con intereses altos y plazos cortos, la venta se concreta rápido, recuperan su dinero, y alguien más queda con el problema de hacer rendir el centro comercial.
En el ínterin, el capital ya recuperado, se va muy ufano a montar el siguiente engendro, y el ciclo se repite. Las tiendas que prosperan son cadenas –para más agravio, propiedad de quienes financian el bien inmueble. Los pequeños empresarios aspirantes, ésos que con sus ahorros ponen una boutique o una cafetería, sólo saldrán a flote si cobran precios exorbitantes, explotan a su personal y defraudan al fisco. Por el camino va quedando un rastro de centros comerciales zombis: cadáveres que caminan, pero carecen de vida económica para sostenerlos. Acecha el fantasma de 4 Grados Norte.
La diferencia entre esta caricatura que llamamos mercado en Guatemala y una economía de verdad, está en los consumidores. Hay dinero para invertir, hay innovación en quien desarrolla el proyecto, hay espíritu emprendedor y tolerancia al riesgo en el pequeño comerciante; pero no hay consumidores para sostener los negocios que se montan, no hay suficientes consumidores y los que hay no tienen suficiente dinero para gastar. El resultado es que el sistema sólo funciona predicado sobre la depredación. El gran capital depreda al pequeño empresario, el pequeño empresario depreda a los empleados, y todos engañan al consumidor y al fisco.
A esta penosa situación hemos llegado, porque aquí no se invierte en la gente. El gran empresariado agroexportador (que ahora se estrena como titán de la producción energética) es quien tiene la plata grande para hacerlo –los demás apenas ponemos la propina. Pero se resiste a hacerlo. Sigue hablando de alianzas público-privadas que dan lo que sobra, no lo que se necesita. Sigue satanizando las transferencias condicionadas, que sirven para sacar pobres de la pobreza. Sigue aceptando, promoviendo más bien, una educación mediocre y una salud segmentada por capacidad de pago, que amenazan la productividad de los individuos. Sigue imaginando a la población indígena como eterna masa laboral agrícola, no como ciudadanos y potenciales consumidores con pleno derecho. Sigue excusándose en nombre del miedo a la reforma agraria. Sus primos comerciantes ya se dieron cuenta del problema, pero callan. Sigue pudiendo más la disciplina de clase que el afán por construir una economía moderna.
En este entierro, la población pobre del campo no tiene vela. Esto es un lío para usted y para mí, para la clase media urbana, esa delgada costra que somos los cinco pelones que consumen y que ponemos los ilusos pequeños empresarios. Apretados por el fisco que no logra sacarle ni la hora a la élite, timados por los monopolios, financiadores en última instancia de estos proyectos, aunque sea a base de usar la tarjeta de crédito para tomar café sobrevalorado. Viviendo en la inconciencia, unos decimos “qué lindo el paseo”, mientras otros despotricamos contra el fisco, haciendo el juego a quienes desarmaron el Estado.
No le pido que se vuelva comunista. A mí me gusta el consumo y he visto mercados que funcionan, pero por vivir en una sociedad más sostenible, en ciudades más habitables, por tener oportunidades de negocios, por heredarle a los hijos una economía moderna, ¿no será hora de reconocer el problema, de revisar nuestras lealtades, de exigir a los que pueden que aporten?