Son los empresarios que asientan su riqueza sobre mercados modernos y capital humano quienes están perdiendo la batalla sin chistar.
Siempre encasillamos a las personas en grandes categorías, pues nos hace más fácil la vida. «Negro» y «blanco», como etiquetas raciales, hacen poca referencia al color real de la piel de las personas catalogadas.
Cuando Ricardo Méndez Ruiz tacha de «comunista» a todo el que no sea su cómplice, aprovecha esta tendencia simplificadora, innata en su audiencia. Pero igual sucede cuando se dice «empresario» o «la derecha» para englobar desde gente de la Universidad Francisco Marroquín y la Cámara del Agro hasta militares retirados que hacen negocios con dinero público. Con tropos flojos construimos las claves de la defensa y el ataque político, pero hacemos un flaco servicio a la verdad.
En el empresariado hay de todo: agricultores que no han modernizado su tecnología y dependen de jornaleros pagados con hambre para exportar productos apenas elaborados; petroleros que importan la poca mano de obra experta que necesitan y procuran términos de gran ventaja en las regalías que deben al Estado; dueños de call center,que sin gente capaz de hablar inglés están metidos en un callejón sin salida; pequeños industriales que no pueden crecer, porque aquí no hay suficientes jóvenes formados para la economía del conocimiento.
Cada uno quiere algo distinto, y depende de condiciones diferentes para maximizar sus ganancias. A los más obsoletos les conviene a toda costa mantener salarios bajos, minimizar los impuestos y estrangular cualquier capacidad de control y producción del Estado, aunque se trate de invertir en la gente. Mientras tanto, los que ensayan un capitalismo moderno se truenan los dedos porque la educación pública no produce graduados capaces de contestar preguntas mínimas de matemáticas y lenguaje, y se desvelan porque el Estado no logra garantizar una fuerza de trabajo sana y sin hambre.
Con todo, estas distinciones realmente presentes son apenas visibles. No las reconocemos los comunes observadores. Peor aún, no las admiten los propios sujetos en las élites económicas. Todo lo contrario, vemos a los hijos del dinero marchando hombro con hombro, en luchas que sirven muy bien a algunos, y muy mal a los demás.
Los hechos recientes ilustran el absurdo. La arbitrariedad jurídica e institucional respaldada con ahínco por el CACIF –ente que hasta en el nombre incorpora la noción de «coordinación» entre élites– ha servido para desmontar los tímidos progresos que desde la Firma de la Paz se habían hecho por afianzar un sistema jurídico eficaz, transparente y justo. La sempiterna lucha que ha dado esa entidad contra un esquema tributario más sólido, sirve muy bien a quienes no necesitan que el Estado invierta en las personas, pero deja un trato muy malo para quienes requieren, además de mercados fluidos, gente capaz.
No cabe duda: son capitalistas tímidos. Llegan tarde los reclamos al empresariado por más acción, pues mientras los mercantilistas de viejo cuño se frotan las manos con cada triunfo por dar vuelta atrás al reloj de la historia, son los empresarios que asientan su riqueza sobre mercados modernos y capital humano quienes están perdiendo la batalla sin chistar. El poder del CACIF amaga con engullir al movimiento cooperativo, único reto a su hegemonía política y económica, mientras los que ya están dentro de la cúpula y debieran tener una voz propia, callan sin rubor.
El conflicto no es la “lucha de clases”, por más que esta idea absurda desvele a Méndez Ruiz y sus trasnochados seguidores. Aquí la izquierda y los movimientos sociales apenas logran triunfos pírricos. El verdadero enfrentamiento, la guerra que están ganando los peores, es otra. Por un lado están los triunfalistas dinosaurios de una oligarquía a la que no le alcanza que seamos mercantilistas. ¡Nos quisieran feudales!
Por el otro, están los capitalistas tímidos, soñadores que se han contentado con jingles optimistas y una filantropía de branding. Se están engañando a sí mismos y nos están quedando mal a todos los demás. Asegurar un capitalismo eficaz exige cambiar las reglas del juego, y eso no vendrá sin confrontar a los eternos beneficiarios del statu quo. Sin embargo, hoy en aras de una paz sucia se contentan estos capitalistas tímidos con hacer la corte a sus primos ultraconservadores. Callan cuando debieran marcar distancia ante los atropellos a la ley, a la justicia –incluyendo la memoria– y las instituciones. Titubean, cuando lo que toca es hacer alianzas: con cooperativistas sí (¡ya les están comiendo el negocio!), con campesinos, líderes indígenas y ambientalistas, con clasemedieros, feministas, gays y progres. ¡Toda esa gente que hoy se les hace tan repugnante!, pero que somos los demás.