Cáncer

Como en una pesadilla zombi, pide el cuerpo llagoso respeto para su indigno titiritero.

He visto el cáncer de cerca. Más que una enfermedad, como el catarro común que escandaliza con toses y estornudos, es una presencia oscura que repta por los traspatios del cuerpo.

El cáncer es el pariente perverso que vive en la habitación del fondo. Carne de tu carne, sangre de tu sangre, apenas sale y nadie quiere nombrarlo. Pero todos saben que está allí, más que si se sentara en la poltrona de la sala o a la cabecera de la mesa.

Los especialistas hacen lo que pueden y a veces consiguen ganar. Intentan con violencia, disparando radiación mortal o dando veneno, como quien al fin se anima a asestar un hachazo bien puesto en la cabeza del malvado inquilino. Pero, como la familia que en adelante tendrá que cargar con ese pecado innombrable, el golpe deja maltrecho todo el cuerpo. Otras veces intentan ganar con subterfugio: darle al cuerpo una vacuna. A ver si aprende a deshacerse él mismo de las células malignas.

Pero el cáncer es astuto. Sobre todo es legión. Acude a la batalla en multitud. Sus enemigos se fatigan sabiendo que deben acabar hasta con la última célula. El cáncer no se vence. Solo se erradica, se extingue. Y no importa si queda una célula o si quedan millones, que igual se habrá perdido la batalla. Porque la mayor arma del cáncer no es su capacidad destructiva o la habilidad para cooptar la sangre para su fin egoísta. El recurso más poderoso del cáncer es su capacidad de mutar.

Cada arma que se aplica para combatirlo eventualmente fracasa, no porque el cáncer la domine, sino porque la ignora al convertirse él mismo en otra cosa. El policía ha salido a buscar a un malandro alto y fornido, de barba y ojos negros. Mientras tanto, el cáncer se ha transformado en una mujer rubia, pequeñita y de voz chillona, la misma que le da direcciones al policía. «Se fue por allá, oficial», lo confunde con un guiño coqueto.

Usted, amigo lector, pensará que describo la enfermedad del cuerpo, el emperador de todos los males. Solo en parte tiene razón. Porque, a la vez que recuerdo a la gente que he perdido, reconozco en las noticias un tumor, la metástasis en nuestra sociedad. Ese tumor tiene nombre y se llama Ejército. Es el mal de todos los emperadores.

Ejército, esa presencia oscura en el traspatio del Estado que nadie nombra, pero que siempre está allí como peso que sofoca. Ejército, carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre, impenitente, al que no nos atrevemos a dar el exeunt omnes, aunque hace ratos que en la escena no agrega nada a la trama democrática.

Ejército, que se suponía vuelto a los cuarteles, mientras colonizaba aduanas y montaba negocios con narcos. Ejército, reducido en número únicamente para transmutarse en anticompetitivo comerciante de pelotas de futbol y en fabricante de pupitres escolares.

Ejército, al cual le bastó colocar uno solo de sus generales en Casa Presidencial, así después este terminara deshecho y desechado. Porque para entonces ya la legión había llenado el espacio disponible en la carcasa de un partido de fachada que hoy se levanta tras el Ejecutivo. Como en una pesadilla zombi, pide el cuerpo llagoso respeto para su indigno titiritero.

Los especialistas se afanan. Desde tribunales intentan cercar las viejas células que arrasaron vidas campesinas. Pero importa poco. Ya el cáncer ha mutado en diputados, magistrados y abogados que cooptan la justicia; en fundación estridente que tuerce la conciencia de los incautos. Y aunque algunos vayan a la cárcel, otras células ya partieron con nuevos destinos y nuevas identidades.

Los facultativos del MP y de la Cicig despliegan sus rayos de justicia, pero enfrentan un balance ingrato. Se debaten entre envenenar a la sociedad entera para ahogar también al mal o ir tras los muchos casos que ya tienen entre manos: políticos, vistas de aduana, empresarios. Y mientras tanto, el cáncer verde olivo sigue creciendo.

***

En la avenida de la Reforma, lejos del paciente y de los clínicos, aislado de las alarmas que indican que el cuadro empeora, el jefe de oncología contempla la papeleta clínica. Sabe que esta historia es vieja. Que un tratamiento (que tuvo más de miento que de trata) hace más de seis décadas ayudó a desencadenar el mal. Sabe que sus colegas nunca han renunciado a la apuesta perversa: dejar tranquilo el cáncer a cambio de controlar el cuerpo enfermo. Sabe también que este pacto faustiano nunca le dará lo que quiere, solo lo que necesita.

Original en Plaza Pública

Verified by MonsterInsights