«Ya hablamos con los del sector privado», me dijo el asesor del precandidato. Y así aclaró que, sin haber empezado la carrera, quizá ya había perdido. Aunque ganara las elecciones.
No es que un político no deba hablar con emprendedores. Todo lo contrario, cualquiera que se precie de nacionalista, no digamos inclusivo, debe interactuar con todos los sectores de la sociedad para encontrar acuerdos, precisar disensos e incluso declarar las guerras.
Pero en Guatemala esa frase —hablar con los del sector privado— significa una cosa en particular: prender una vela en el altar del Cacif. Y aquí sí, el asunto es muy problemático.
Siete décadas de historia guatemalteca muestran que los intereses que representa el Cacif son dispares y contrapuestos al bien mayoritario. Repaso, queriendo avivar su indignación: el perpetuo abrazo a los intereses más conservadores de los EE. UU. y la conspiración vendepatria que arruinó la democracia en 1954; el apoyo a 36 años de guerra contra la ciudadanía; la Constitución tímida de 1985 y la insistencia en tutelar la democratización a partir de 1986, siempre amenazando con el golpe de Estado; los acuerdos de paz, apenas tolerados en 1996 y resistidos con uña y diente en la consulta popular de 1999; no sumarse a la protesta contra Baldetti y Pérez Molina en 2015 y luego, tras bambalinas, conjurar con políticos rastreros para colocar a Alejandro Maldonado Aguirre como lugarteniente; el respaldo financiero ilegal —reconocido con culpa y en público— a la campaña mafiosa de Jimmy Morales y el contubernio entusiasta cuando expulsó a la Cicig, por perseguir esta a miembros mafiosos de la élite económica; y así hasta el presente, al cínico abrazo a la incompetencia maliciosa de Giammattei. «Guatemala no se detiene» corean ante la pésima tasa de vacunación contra covid-19 y con más de 20 operadores de justicia exiliados.
Hubo tiempos en que podía creerse que «el buen técnico» y «el político honesto» debían aliarse con el Cacif para avanzar la política pública, quizá hasta la democratización. La política hace extraños compañeros de cama, sugiere el refrán anglosajón. Pero solo se vale con resultados. Ya en un lejanísimo 2005 Eduardo Weyman —exministro de finanzas que conocía por dentro los negocios del pollo, tanto como los del Pollo Ronco1— terminó enjuiciado por corrupción y nunca sabremos si fue castigado por bueno o por malo.
Pero las lindes se aclararon cuando Juan Alberto Fuentes (exministro de finanzas) y Ana de Molina (exministra de finanzas y de educación) terminaron encarcelados, a instancias de la Cicig, por compartir gabinete con Álvaro Colom. Se hizo insostenible la ficción. Y la diferencia se agudizó, como filo de cuchillo, al renunciar Lucrecia Hernández Mack en 2017 al Ministerio de Salud porque Jimmy Morales, su presidente, expulsó a la misma Cicig. Mientras tanto Julio Héctor Estrada se quedó, la conciencia más agachada que la cabeza, como Ministro de Finanzas. Antes había grises. En adelante blanco sería blanco y negro, negro.
Podemos dudar de la viabilidad de la propuesta de gobierno del MLP2, pero reconozcamos lo que entendió hace ratos: con los del Cacif, ni a la esquina. Y el sentimiento es vehemente y recíproco. Tener poco que perder en una Guatemala que lleva 2 siglos excluyéndolos de la vida republicana permite a los indígenas radicales ver con claridad lo que los políticos clasemedieros apenas atisban (y que los inquilinos de la embajada de los EE. UU. no quieren admitir): la palabra de la élite empresarial guatemalteca es más falsa que moneda de 3 centavos.
«Ya hablamos con los del sector privado» es exhibir orgulloso los grilletes, aunque sean dorados, que verifican la servidumbre del clasemediero.
Sin embargo, como implica mi título, el problema no es propiamente el Cacif. Esta entidad es apenas expresión de algo más profundo. Lo que está en juego es una formación social, una manera de hacer gobierno y concentrar riqueza de origen colonial, renovada periódicamente en instituciones concretas. Es poner en escena una vieja tragedia: la élite —que aún se imagina española— depreda, la población indígena es saqueada en todas las dimensiones de su ser y su poseer, y la clase media ladina y urbana —en el mejor de los casos ingenua y en el peor cómplice— se asocia a la élite sin reconocer que comparte precariedad con los indígenas depredados.
«Ya hablamos con los del sector privado» es exhibir orgulloso los grilletes, aunque sean dorados, que verifican la servidumbre del clasemediero. Es confesar que, aunque se llegue a gobernar, apenas será para poner otro eslabón en la cadena que amarra, desde el lejano 1524 y hasta la fecha, una historia de vergüenza, con mucha violencia y sin lugar para la ciudadanía universal.
Ilustración: Alegres vamos (2022, modificado a partir de imagen generada por Dall-E)
Notas
1 Mote del expresidente Alfonso Portillo
2 Partido Movimiento para la Liberación de los Pueblos