Los conservadores fueron más disciplinados. Es más fácil, pues sus intereses son claros (dinero), compartidos (dinero), y medibles (dinero).
Las sociedades pueden cambiar por acuerdos, donde las partes coordinan sus esfuerzos por un destino común. Pueden hacerlo también por conflicto, donde los bandos buscan ganar fuerza, derrotar al contrincante, y decidir unilateralmente el destino común.
Este año confirma que Guatemala usa el segundo modelo. La élite conservadora reunió en alianzas de ocasión a la cúpula empresarial, Ejecutivo, militares, diputados comprables e intereses comerciales transnacionales. El lado “progresista” agrupó organizaciones indígenas, comunidades rurales, sindicatos, quizá cooperativas, ONG de desarrollo, reformadores de la justicia, y asistencia internacional al desarrollo y los derechos humanos. Como suele suceder, los conservadores fueron más disciplinados. Es más fácil, pues sus intereses son claros (dinero), compartidos (dinero), y medibles (dinero). Los progresistas, en cambio, quieren de todo: menos pobreza, más tierra, castigo para los genocidas, respeto a los derechos, protección del medio ambiente, libertad artística, en fin…
Los conservadores ganaron rotundamente la ronda este año. Sobre todo, reafirmaron su acceso exclusivo a la riqueza natural (minas, agua, petróleo) y productiva (agricultura, telecomunicaciones, mano de obra) del país. Confirmaron su capacidad de usar la violencia del Estado para garantizar ese acceso, aunque les tocó abandonar la fuerza militar. Consolidaron su control con leyes e ideologías que reafirman la supremacía de su “propiedad privada”, ampliada para incluir el mañoso “derecho de libre locomoción”. Desactivaron riesgos que en el mediano plazo pudieran amenazar sus privilegios, por ejemplo en el sistema electoral, los regímenes agrícola y de telecomunicaciones, y en algunas definiciones constitucionales. Endosaron a la clase media urbana el costo de la reforma fiscal. En suma, fue un buen año para el uno porciento.
Ello no significa que por el otro lado dejaran de haber logros, aunque más difusos. Las organizaciones indígenas, comunitarias y campesinas mostraron sofisticación organizativa, política, y en el uso de medios. No detuvieron a las mineras ni las hidroeléctricas, ni realinearon las reformas constitucionales o electorales. Pero ejercitaron el músculo en redes de comunicación y movilización comunitaria que no se veían desde los setenta. Siguieron las victorias menudas: fueron señalados militares genocidas, jueces corruptos, policías, hasta diputados. Cada vez más quien abuse del poder público sabrá que se juega el pellejo. Algunos probaron el sistema jurídico para determinar sus límites y utilidad democrática. De forma ejemplar algunos políticos y líderes mayas (lideresas, sobre todo) siguieron el trabajo de hormiga que construye una base electoral donde el dinero de la publicidad cuente menos que la credibilidad.
En torno al enfrentamiento mayor entre oligarcas y progresistas nos movimos el resto de la sociedad, con mayor o menor compromiso. Vimos también algún progreso y muchas limitaciones. Creció el interés juvenil en el voluntariado. Alguna prensa mejoró, y Plaza Pública es ejemplar en ello. Las redes sociales evidenciaron una activa conversación política y mucha frustración. Sin embargo, la clase media urbana es aún un sumidero de inmovilismo político y, preocupantemente, entusiasta caja de resonancia de pulsiones fascistas y racistas. En la población indígena y entre políticos de izquierda hay también rigidez conservadora, aunque le llamemos tradición. Se desmantelan los programas de solidaridad y al faltar eficacia en las políticas de salud, nutrición y educación, la mayoría pobre sigue apenas sobreviviendo y sin capacidad para activar como ciudadanos.
Toca preguntarnos entonces: ¿ahora para dónde? Pasar de la contradicción a los acuerdos exige tender puentes, que a su vez dependen de tener gente dispuesta a romper filas con la ortodoxia de su respectivo bando. Por el lado progresista es más fácil, por ser más variado, pero también cuesta más alinear a todos los bandos. Por el lado de la élite, aunque hay gente con ideas interesantes, nadie se atreve a decir en público que la línea oficial del CACIF no sólo es anticuada, sino ineficiente para sus fines como clase. Así que no nos hagamos ilusiones: del diálogo y el acuerdo podremos esperar poco en los años inmediatos. Pérez Molina, antes que cualquier otro, se ha encargado de confirmar esto en la práctica.
Es probable entonces que el camino nos depare más enfrentamiento, y que el reto esté en contraponer fuerzas progresivas a poderes antidemocráticos. El riesgo enorme es que ello sucederá en el afilado borde entre confrontación y violencia. Construir democracia en este contexto exigirá al menos dos cosas de los progresistas: primero, guardarse las diferencias internas para concentrarse en construir alianzas que den acceso al poder del Estado; y segundo, adoptar prácticas de no-violencia disciplinada, que den la ventaja moral, resistan las provocaciones conservadoras, y neutralicen la muy real amenaza del caos.