Author: felixalvarado99

  • Romanticismos

    Quizá no seamos tan guapos, altos ni listos como quisiéramos.

    Somos una patria plagada de romanticismos. Cada uno tiene el propio. Algunos padecen el romanticismo anti-estatal, que dice que los impuestos son malos y basta con gastar menos para que nos vaya mejor.

    Otros sufren del romanticismo campesino, y asumen que lo rural es mejor que la ciudad. De cerca le sigue el romanticismo ambientalista, cuyos fieles afirman que el petróleo es puro malo, la naturaleza no puede tocarse y la vida primitiva siempre respeta al bosque.

    Está también el romanticismo de la clase media, que la ve como víctima, nunca artífice de sus desventuras económicas y sociales. Otro tanto vale para el romanticismo de élite, cuyos militantes creen que el apellido confiere razón y derechos.

    Hoy está de moda el romanticismo militar, que asegura que la guerra fue justa, nomás porque se ganó. Para terminar, señalo el romanticismo indigenista, que de un plumazo se apropia de historia, tradición y autenticidad, como si otros no las tuvieran también.

    Esto no significa que no haya que medir al Estado, asegurar la tierra, procurar el bienestar, disfrutar de la riqueza, abordar el conflicto o afirmar la cultura. Pero el romanticismo es reducirlo todo a nuestra causa. Yo me veo atrapado con frecuencia en más de uno de estos romanticismos. Apuesto que le pasa a usted también. Con el Año Nuevo, a cada uno nos toca renunciar a nuestras maravillosas y falsas historias.

    Quienes desde la élite buscamos mandar tendremos que aceptar que la riqueza no es mejor, ni tiene el monopolio de las soluciones. En Guatemala, acaso sean los ricos los únicos con garantía de incompetencia: siempre han tenido el control del Estado, y ya vemos cómo ha resultado aquello.

    Quienes vemos en el campesinado y en los pobres el legítimo pueblo necesitamos reconocer en ello una actitud poco democrática, y empeñarnos en construir un Estado en que todos, todas seamos partícipes. El costo de exigir democracia es que hay que concederla a todos: campesinos, pobres, oligarcas, ex-PAC, narcos, militares, políticos honestos y corruptos; cuando nadie tenga excusa se podrá hacer valer el debido proceso.

    Igual para quienes queramos regresar a la tierra: una parcela no sacará a nadie de la pobreza y tampoco del hambre. Al menos desde el terremoto del 76, la vida en la gran ciudad no ha sido resignación, sino elección de muchos que buscan escapar de la estrechez rural.

    Quienes ciframos las esperanzas en la clase media necesitamos reconocer que no es buena por antonomasia, ni depositaria de “lo chapín”, a pesar de la encantadora “Nostalgia Guatemalteca“. La clase media es también enorme reservorio de racismo, frecuente caja de resonancia de las pulsiones más oscuras de nuestra sociedad, como la intolerancia.

    Quienes rechazamos de tajo el uso de los recursos naturales no renovables –el oro y cualquier otro material que la suerte y la Tierra pudieran entregarnos sin mérito, pues ya estaban allí antes de nosotros encontrarlas– hemos olvidado la lección que costó aprender a una generación de entusiastas de la Biósfera Maya: prohibir de tajo el goce de los recursos naturales lleva a la depredación.

    Quienes nos indignamos porque hoy a los militares de la guerra se les piden cuentas desproporcionadas por las masacres, olvidamos que esos mismos soldados y oficiales eran servidores públicos, pagados con dineros del pueblo para proteger al pueblo. Incumplir su mandato magnificó enormemente su responsabilidad.

    Quienes pensemos que en el mundo indígena está la mejor opción debemos cuestionar los esencialismos que atribuyen a una mítica continuidad con el pasado la capacidad de encontrar respuestas. El futuro multicultural se construirá hoy, más que en un pasado distante.

    Esta es la época en que hacemos balance. Tras un examen minucioso en el espejo, al ver los barros, espinillas y cicatrices propias, quizá estemos listos para admitir, cada uno, que no somos tan guapos, altos ni listos como quisiéramos. Comienza el año, y entre chaparritos nos necesitamos mutuamente para salir del hoyo.

    Original en Plaza Pública

  • A veces toca actuar en contra del interés propio

    Vale la pena invertir en los demás, aún en contra del más inmediato interés propio. No hacerlo resulta aún peor.
    Hace unos días en su columna en El Periódico, Hugo Maúl llamó la atención a un asunto importante: en materia del tesoro público, casi todo se reduce a impuestos.

    Específicamente le preocupa que el endeudamiento público, aunque parezca no afectar los impuestos, sí lo hace. Solo que no somos nosotros quienes pagaremos tales tributos, sino nuestros hijos, cuando toque devolver el préstamo. Incontestable, poderoso argumento. Pero incompleto.

    Resulta que el mismo efecto que en el tiempo tiene el gasto público por el lado del costo –lo que se gasta hoy, se deberá pagar mañana– también opera por el lado del beneficio: lo que bien se invierta hoy, redituará mañana. Sin embargo, este es el lado de la ecuación que, en el fragor de la prédica antifiscal nunca se escucha, por preocuparnos tan obsesivamente con la evitación del costo.

    ¿De dónde piensa usted que hayan venido los problemas de hoy? La inseguridad, mala infraestructura, mala educación y pobreza que hoy sufrimos, son frutos perversos de la falta de inversión pública en décadas pasadas; y la poca inversión pública es hija del matrimonio entre corrupción y falta de tributos pasados. Ver en el pago de los impuestos el problema, es como cortar la última rama del árbol, aquella escueta rama en que estamos sentados. El problema empezó mucho más abajo, mucho más atrás.

    Sin duda, limitar la deuda que hoy se amasa y atender los riesgos que impone es urgente. Así también es indispensable mejorar el gobierno y perseguir la corrupción que malgasta los dineros públicos. Sin embargo, ello no es excusa para ofuscar la necesidad urgente de más y mejor inversión pública, y por ende de la inevitable tributación. Lo que enfrentamos es un dilema y la salida es clara, aunque dolorosa. Vale la pena invertir en los demás, aún en contra del más inmediato interés propio. No hacerlo resulta aún peor.

    Le pongo un par de ejemplos. Si la generación de Walter Widman senior hubiera invertido hace décadas los recursos para asegurar la certeza jurídica de la tenencia de la tierra para todos, con el mismo ahínco con que se dedicaron a asegurar su propio acceso a la tierra, seguramente su hijo Carlos Widman, y Walter Widman junior, su nieto, no tendrían que lidiar con una sociedad en la que son, literalmente, los malos de la película: una sociedad donde los derechos de propiedad siguen tan inciertos como siempre.

    Igual con la inversión en seguridad pública. Para un Widman, no tener que subirse a un bus porque se viaja en Mercedes Benz o en helicóptero ha de ser un gusto. Lo sería también para usted o para mí. Sin embargo, no subirse a un bus o salir a caminar por miedo a ser asaltado, debido a medio siglo de no invertir en policía, eso es motivo de vergüenza; y hace tan prisionero al Widman en su privilegio, como a los demás ciudadanos que debemos aguantar el riesgo.

    Tenga por seguro, entonces: estas situaciones no son casuales. Más bien, son los frutos tardíos de la poca inversión pasada. Son los frutos podridos de un Estado que no puede hacer gobierno, porque le falta plata, y de una sociedad que no construyó Estado, porque se resistió a pagar impuestos.

    Sin haber pasado la Navidad y sin aún tener gobierno nuevo, ya vemos arrancar la maquinaria anti-fiscal que el año entrante estará bien ocupada resistiendo aún los intentos más tibios por hacer de Guatemala una sociedad con un fisco moderno, justo y decente. Así que, con tiempo, póngase a pensar cuál será su papel de cara al futuro. ¿Será usted de los que legarán al futuro una Guatemala aún más miserable, porque tuvieron miedo a perder y no quisieron invertir, o de los que nos correremos el triple y ciudadano riesgo de pagar, exigir y vigilar?

    Original en Plaza Pública

  • No cambiar a la gente

    Cada técnico que parte se lleva un caudal precioso e insustituible de conocimiento práctico.
    Es de esperar que con un nuevo gobierno se configure un nuevo gabinete. Los ministros sólo excepcionalmente sobreviven de un período al siguiente.

    A estas alturas, cuando Pérez Molina ha publicado ya los nombres de algunos de sus favoritos, los colegas de Colom estarán buscando cajas en qué meter las fotos de familia y otras cositas de la oficina.

    Como ha señalado Fernando Carrera, el nuevo mandatario da señas de querer seguir los pasos del gobierno Uneísta en algunas de sus políticas más importantes en materia de justicia, solidaridad social y economía, y esto es bueno. Sin embargo, la prueba de la realidad de tal intención estará en la continuidad de la gente.

    El problema es que en Guatemala los cambios de funcionarios de la administración pública no terminan con el gabinete. Otros países cuentan con un servicio civil que mantiene la continuidad institucional, incluso a través de secretarios permanentes para cada cartera. Mientras tanto, en Guatemala los volátiles funcionarios políticos pretenden a la vez ser cabezas técnicas de la administración pública.

    Peor aún, el cambio de personas en puestos de responsabilidad se extiende profundamente dentro de las respectivas burocracias. La pésima costumbre de ver la administración pública como botín para los activistas de campaña, hace que directores generales, directores de dependencias centrales y departamentales, técnicos e incluso maestros y jefes de centros y puestos de salud sepan que su empleo está en juego cada vez que hay cambio de gobierno. Los más timoratos esperan hasta que los alcanza la peste del desempleo. Los más avisados preparan con tiempo su currículum y salen a buscar trabajo por su cuenta. La administración pública termina subsidiando de hecho la formación de mandos medios para el sector privado.

    El resultado es una pérdida dramática de experiencia y pericia dentro de la administración pública cada cuatro años. Si el gobierno tuviera un excedente de recursos humanos quizá no sería tan grave. Sin embargo, nuestro aparato público se parece a un desnutrido crónico: hueso y pellejo, nada de grasa. Cada técnico que parte se lleva un caudal precioso y muchas veces insustituible de conocimiento práctico, que luego otro tendrá que aprender laboriosamente y desde cero.

    Quisiera creer que ante la ingente necesidad de cambiar la forma en que hacemos gobierno, Pérez Molina optara por evitar el despojo de talento en las instituciones. Sin embargo, sus nombramientos ministeriales ya dan señas del reparto corporatista de cada cuatro años. Como lotería cantada (“el Cacife”, “el tecnócrata”, “el médico-empresario”) vemos cómo los puestos de gabinete van quedando en manos de los sectores usuales. Esto mueve a pensar que en materia de cambio de servidores públicos también sucederá lo de siempre.

    Naturalmente, cualquier solución, cualquier control sobre estas conductas dañinas tendrá que salir de los ciudadanos: de usted y de mí. Quizá lo primero sea que las instituciones de investigación y las universidades –en cuenta la generosa patrocinadora de Plaza Pública– usen sus recursos para hacer desde ya un inventario del personal público. Lo segundo será no aceptar los despidos masivos en la administración pública. No hay razón técnica, política, ni financiera que los justifique.

    Original en Plaza Pública

  • Maldición china

    Ahora todos, toditos, vendrán a cobrar.
    “Que vivas en tiempos interesantes, que recibas las atenciones de los poderosos, y que se cumplan todos tus deseos”.

    Aunque no consta su origen, esta célebre colección de sentencias, conocida como la “maldición china”, encapsula de forma perfecta la ironía de la vida, que justo cuando nos da lo que queremos, mete la zancadilla para que no podamos disfrutarlo. Otto Pérez, con su éxito electoral, ha logrado atraer sobre sí la más plena de las maldiciones chinas.

    Que vivas en tiempos interesantes

    Esto hace tiempo que se le cumplió al elegido. El mundo que habitaron Estrada Cabrera, Ubico, Arévalo o Arbenz era un paraíso de simplicidad, comparado con la Guatemala de hoy. La violencia que tanto preocupa a la prensa y a los pobladores de las ciudades es apenas el adorno de una mezcla tóxica que espera el momento preciso para reventar. El elegido ha dicho que dedicará más de la mitad de su tiempo a la seguridad ciudadana. Mientras tanto, el hambre en el campo, la urbanización acelerada, hordas de jóvenes sin educación ni oportunidades de empleo, crisis ambientales cada vez más frecuentes, serán los ingredientes del cóctel Molotov, una voluminosa, persistente y explosiva jaqueca que no le dejará en paz. Para ajustar, Manuel Baldizón y Sandra Torres estarán más que felices de encender fósforo tras fósforo en el Congreso y en la calle, para ver cuándo prende la mecha.

    Lo peor es que los riesgos más grandes van mucho más lejos. Le pongo para muestra un detonante hipotético: ¿qué tal si un buen día de estos, un campesinado harto de la batalla desigual con los azucareros, se alía con los narcos, y les da pase local en sus comunidades a cambio de armas? Ya sucedió en Colombia. No me podrá negar que la cosa se pondría interesante para el futuro presidente.

    Que recibas las atenciones de los poderosos

    Hoy los poderosos tienen los ojos puestos en Pérez Molina. Lamentablemente, no todos quieren lo mismo para él; algunos ni siquiera el bien. Financistas de campaña, Cacifes atentos a sus privilegios, ¡hasta la cooperación internacional y los narcos mismos!, todos pedirán cuentas, todos pondrán cortapisas.

    Otto Pérez puede presumir del dudoso honor de haber gastado más dinero que cualquier otro en campaña. De sus financiadores, algunos habrán dado con gusto, haciendo las cuentas de la inversión. Los más conservadores dieron a regañadientes por faltarles mejor opción. Sin embargo ahora todos, toditos, vendrán a cobrar. Vaya nuevos amigos que cosechará el nuevo presidente.

    Que se cumplan todos tus deseos

    No cabe duda, esta es la maldición mayor. Del jolgorio que era la vida en la llanura, obstaculizando leyes en el Congreso y criticando a Alvaro Colom y Sandra Torres, bastó un día de votos para pasar a ser la víctima que todos querrán inmolar. Si no bajan los homicidios en el primer trimestre, será su culpa. Cuando hagan huelga los maestros, será su culpa. Cuando las víctimas del desastre natural (siguiente, pasado, usted escoja) estén sin techo, será igualmente su culpa. Si suben los impuestos, será su culpa; y si no tiene plata por no haberlos subido, pues también será su culpa.

    Ocho años de trabajo duro le dieron la presidencia. Ahora es toda suya. Vaya premio. Así que a fabricar soluciones, y buena suerte.

    Original en Plaza Pública

  • “El dueño del negocio soy yo”

    Hay que resistir la tentación de pensar que los votantes son bobos, por más ignorantes, iletrados o marginados que sean.
    El interesante análisis de Mariano González en Plaza Pública, es un acicate a quien, como yo, se declara irredento creyente en las elecciones y en el acto de votar.

    Para recapitular el argumento: a González le llama la atención que el porcentaje de votantes empadronados que asisten a las urnas ha ido en ascenso desde las elecciones de 1999, llegando a una cifra récord en la primera vuelta este año (¿Por qué siguen votando los guatemaltecos?). Ello a pesar de la impertinencia de los candidatos y sus empresas electorales, perdón, partidos. Señala que votar es una conducta aprendida y concluye en que, ante un sistema político pésimo, la asistencia a las urnas es una anomalía, fruto de la falta de pensamiento crítico, la ignorancia o la comodidad.

    En contrapunto a sus argumentos, pongo dos propios. El primero es superficial, y con él me atrevo a contestar la pregunta de su título. El punto no es por qué siguen votando los guatemaltecos, es que ¡apenas comienzan! Lo que con escasos 26 años de práctica electoral parece una tendencia inexplicable, es nomás la marea de electores que surge de una sociedad secularmente excluida. Los de hoy son primeros votantes. No son hijos de votantes, ni de candidatos, ni de ciudadanos. Son hijos, nietos y bisnietos de excluidos. Acudir a la urna en estas circunstancias es mostrar el derecho de piso de una ciudadanía largamente negada.

    Sin embargo, el meollo del asunto está en la dirección de la relación entre votantes y elegidos. Hay que resistir la tentación de ver a los votantes como bobos, por más ignorantes, iletrados, ideologizados o marginados que sean. Cada uno –esos que la foto de Sandra Sebastián muestra con sombrero y en fila, tanto como la mara Gucci de La Cañada– cada uno tiene razones para votar o para no hacerlo. La manipulación es, acaso, un tango para dos, donde candidato y votantes son socios, rivales y cómplices a la vez.

    Aquí está la clave. Las elecciones son ante todo comunicación. Mientras la lectura de González ha fijado la atención en una dirección –el candidato que miente para engatusar al votante– igualmente hay que dar crédito a la otra vía de la relación. Cada ciudadano, con su voto entusiasta, cauto, estratégico o desencantado, comunica su opinión sobre los candidatos y el proceso. Todos juntos, enviamos señales que ningún político puede darse el lujo de ignorar, así sea nomás para diseñar su engaño.

    Entonces, aún con candidatos fantoches y partidos que son comparsa vendida al mejor postor, aún entonces la regularidad de la señal que manda la ciudadanía les recuerda, “aquí el dueño del negocio soy yo”. Como el memento mori susurrado al general romano para recordarle que su gloria era pasajera, el metrónomo de las elecciones recuerda a buenos, regulares y malos que su tiempo en el poder es finito. El latido del corazón no dice nada acerca de las intenciones, e igual la regularidad de las elecciones tampoco dice qué hará una democracia. Pero sin latidos no hay vida, y sin elecciones no hay cauce para el cambio en el poder y en las instituciones.

    El contraste con el quietismo de una dictadura no podría ser más marcado. Con voto o sin voto, los ciudadanos-víctimas del tirano saben que allí nada cambiará. Mientras tanto, nosotros con nuestro pulso cuatrienal le decimos una y otra vez a los pícaros y a los buenos por igual: el dueño de este negocio soy yo, y en cuatro años, te guste o no, tú te irás.

  • Escuela para candidatos

    Si la forma de conseguir votos no cambia, de poco servirá una nueva ley electoral y de partidos políticos.
    Tres reformas clave nos urgen: Reforma del servicio civil, reforma fiscal y reforma del sistema político.

    Reforma del servicio civil, para atraer a la mejor gente al servicio público, exigir que cumplan y que rindan cuentas. Reforma fiscal para tener los recursos que paguen a esos funcionarios de calidad que tanta falta nos hacen. Recursos para protegernos de la enfermedad, la ignorancia y la pobreza, para empoderar nuestros negocios, crecer como personas y vivir con libertad.

    Finalmente, reforma del sistema político, para encontrar gobernantes honorables, con visión pública y capacidad gerencial para dirigir la administración pública. Para encontrar representantes que no se sientan atados por compromisos a unos pocos.

    El problema, el enorme problema, es que los responsables de hacer estas reformas son los mismos políticos que hoy llegan al poder gracias al sistema perverso que tenemos. Esos que buscan enriquecerse y pagar sus deudas con los recursos del fisco, y colocar a sus allegados en los puestos de la administración pública.

    Viene al caso la entrevista que unas semanas atrás le hiciera Asier Andrés a Javier Monterroso. Monterroso perdió en el intento por ser Diputado por el Distrito Central con el Frente Amplio, y recibió justo palo por sus respuestas incautas. Sorprendentes por lo obvias, tanto que el entrevistador se vio obligado a subrayarlo: “pero eso ya lo sabían…”.

    Con todo y la ingenuidad manifiesta, lo que señala Monterroso es un auténtico prontuario para políticos novatos: gana el que tiene más plata; los guatemaltecos votan por el que ofrece más, sin importar la realidad de su oferta; le va mejor al que ofrece resolver problemas urgentes, no el que tiene visión y entendimiento. Las instituciones favorecen a los fuertes, nadie conoce a los candidatos a diputados, y no importa.

    Bajo las reglas actuales, quien no reconoce esto fracasa. “Debemos volvernos un poquito más demagógicos, ofrecer lo que quiere la gente” es la lección que saca Monterroso. Dilema terrible: o mentir más para ganar votos, o afirmar que la gente no sabe lo que quiere y ofrecerles espejitos y cuentas de colores.

    Grave error. Hacerse demagogo para entrar al sistema es meterse en una cuesta resbalosa que termina en despeñadero. Para cuando al fin se haya conquistado al premio, el aspirante habrá transado tanto que será indistinguible de aquellos a quienes buscaba sustituir.

    Por supuesto, hay otra salida. No es el atajo de montar el partido en el último año, negociar la publicidad millonaria y ofrecer el oro y el moro a los macro/narco financiadores. Tampoco es la compra del cacique local que garantiza la multitud en el mitin, ese que a la primera oportunidad se cambiará de bando si le ofrecen más. Es el camino muy largo de hablar con las personas, una a una, casa por casa, calle por calle, barrio por barrio. Es pedirle a cada uno su esfuerzo y su dinero para la campaña. Contarles por qué se metió a política, escuchar qué necesitan y pedirles, a cada uno, que le apoyen. Es tener un sueño claro, soluciones prácticas y un equipo fuerte. Como se necesitan varios millones de votos, haga la cuenta: tomará años estrechar tantas manos.

    La reforma política que tanto nos urge se concretará en una nueva ley electoral y de partidos políticos. Pero no se engañe, la ley no hará sino codificar y habilitar las prácticas sociales y culturales. Si la forma de conseguir votos no cambia, de poco servirá la ley. Así que en vez de perder tiempo con dos presidenciables insulsos, si va en serio el cambio, mejor empezar de una vez a hacer política. No para el 2015, tal vez para el 2019.

    Original en Plaza Pública

  • No es solo el dinero, es el ejemplo

    Servir a la patria no es sólo vestir de verde para matar gente en una guerra, sino también pagar impuestos.
    Seamos francos: los líderes gubernamentales, políticos y empresariales en Guatemala sufren, desde hace décadas, de una grave, profunda y persistente cobardía fiscal.

    Cobardía fiscal entre políticos, que se apuran a ofrecer en campaña que no aumentarán impuestos, porque temen que sus financistas les retiren el beneplácito y los fondos de campaña.

    Cobardía fiscal entre líderes gubernamentales, quienes no se animan a reconocer que está bien negociar el cómo, pero no abandonar el qué: ingresos suficientes mediante impuestos progresivos, equitativos y sin excepciones. Tibiamente se deterioran en ofrecer un gasto público insostenible a sindicatos y grupos sociales, mientras ceden con una cúpula empresarial retrechera, que nunca va a decir que sí.

    Finalmente, cobardía fiscal entre líderes empresariales, que sacan a bailar cualquier excusa (pues no son razones), para resistir el alza al impuesto a sus rentas: que la economía mundial, que la productividad, que la competitividad, que las inversiones internacionales. Pongamos esto en perspectiva. Según la Encuesta de Condiciones de Vida, ya en 2006 el 5% más rico de familias de este país recibía en promedio más de Q300,000 al año por familia. Esto es Q25,000 al mes. Seguramente los empresarios líderes están bastante más arriba. ¿Me van a decir que temen al 10% de impuesto sobre la renta a las utilidades que reciben de sus empresas, aunque con ello pueda mandarse a todos los patojos a la escuela, contratar policías como la gente, ampliar la cobertura de salud para todos o tener empleados públicos de carrera? Vergüenza les debería dar.

    Amiga lectora, amigo lector: si su apellido es uno del puñado que en estas tierras de prejuicio marca cuna, plata, destino y hasta ideología, demuestre que me equivoco, y que su patriotismo incluye la valentía de sacrificarse para que otros mejoren. Si teme que sus contribuciones se usen mal, pues ya tiene la siguiente tarea: exigir eficiencia y transparencia a nuestros gobernantes. Pero no me venga con excusas.

    Si es joven, pregúntele a sus padres si acaso no vale la pena recibir como legado una patria fuerte, antes que más plata. De todas formas, ¿a quién tratamos de engañar? Usted no se va a quedar en la calle.

    Ahora que ha terminado el mes de independencia, teniendo plata o sin ella, reconozcamos que servir a la patria no es solo votar un día, vestir de verde para matar gente en una guerra, o ser “motor de la economía”, sino también trabajar en la administración pública, y pagar impuestos. Sé por experiencia que en tierras de impuestos altos y espíritu público, la gente no se mata por pagar tributos ¡pero tampoco se muere por haberlos pagado!, y disfruta de los beneficios que ello produce: seguridad pública, certeza jurídica, salud y educación, apoyo a las nuevas empresas y tantos otros que puede organizar un Estado que no sobrevive en la miseria.

    En el 2012, con un nuevo gobierno, es probable que volvamos a presenciar el pulso tantas veces repetido entre el Cacif y el resto de la sociedad por los impuestos (y no se engañe, no es con el gobierno ese pulso, es con el resto de la sociedad). Entonces, empresario, estudiante, religiosa o político por igual: dé su ejemplo, aún antes que su dinero. Insista en que el Ejecutivo –del color que sea– y el Congreso, aprueben la reforma fiscal ya largamente postergada, y que un puñado de gente poderosa pero timorata no vuelva a negar al país el futuro que tanta falta le hace. Demuestre públicamente que usted no es un cobarde fiscal, que usted no es un cobarde. Exija que otros tampoco lo sean.

    Original en Plaza Pública

  • Una tarea aburrida, pero urgente

    El Estado se achicó vendiendo activos, pero se quedó pequeño al no tener gente para operarlo.
    ¡Salimos de la primera vuelta! Viene ahora la fase simple y sucia, donde apenas dos cosas importan: desacreditar al contrincante y llevar más electores a las urnas, por las buenas o por las malas. Los estrategas de campaña y los medios nos mantendrán lamentablemente al tanto del progreso en ese grosero deporte.

    A la vez, comienzan a ser más importantes algunas tareas que ni a leguas son materia de campaña, pero que serán fundamentales en los cuatro años de gobierno. Son cosas que deben suceder en el primer año, sin han de suceder. Son cosas esenciales para el nuevo mandatario, si quiere gobernar con éxito, y esenciales para usted y para mí, si queremos servicios públicos menos que pésimos.

    Una de estas tareas poco vistosas es la reforma del servicio civil. Aunque se concreta en la Ley de Servicio Civil, esta es apenas la codificación de una visión más amplia sobre lo que significa ser empleado público. Aunque algunos han pedido ya una reforma amplia del Estado, en un contexto político tan fragmentado como el actual y con una deslegitimación tan amplia de lo público entre la ciudadanía, ese es un camino muy difícil. Una reforma menos ambiciosa podría enfocarse en el consenso por el servicio civil y conseguir mucho de lo mismo.

    El tema no es simplemente de escalafones y años para retirarse. La pregunta a resolver es más bien acerca de quiénes son administradores públicos y cómo desempeñan su función. De forma perversa, Álvaro Arzú reconoció esto cuando fue presidente. Más allá de su programa de privatización, que sirvió para generar dinero (público y privado, valga decir), la clave estuvo en la reducción de personal, en la “gerencialización” del funcionariado alto y en la ampliación de la contratación de servicios de consultoría, ya de forma directa o con apoyo de la cooperación internacional.[1] Mientras la privatización dio el timonazo al quehacer del Estado, fueron estos procesos de reforma solapada del servicio civil que hicieron permanente el cambio de dirección: el Estado se achicó vendiendo activos, pero se quedó pequeño al no tener gente para operarlo.

    Enfrentaremos entonces (léase, enfrentará el nuevo presidente), la necesidad de determinar qué tipo de servicio público se quiere. La pregunta no es el distractor “Estado grande versus Estado chico”. Con la baja disponibilidad de recursos, esa pregunta ya ha sido contestada por los hechos, al menos para el futuro previsible. Más bien el reto es el de la capacidad. Contra los prejuicios tan difundidos, hay que reconocer que en la administración pública hay extraordinarios profesionales de carrera. Con los precarios recursos que les dejan la tacañería fiscal y la corrupción, hacen milagros para operar sistemas de educación, salud, energía, carreteras, financiamiento, información, distribución y servicios que por su escala y en esa escasez tendrían de rodillas a muchos gerentes de empresa privada. El reto más bien es de promedios y extremos: mejorar la calidad de todos los empleados públicos, y reducir la diferencia entre los peores y los mejores, de forma que en promedio toda la administración pública sea más competente.

    Esa mejora exige muchas cosas, pero hay algunas obvias. Así se trate de una administración pública compacta o de una más amplia, igual urge enseñar a los jóvenes que el servicio público es precisamente eso: servicio. Hablemos del empleo público como un honor y una oportunidad para un profesional joven, no como un “peor es nada” para fracasados; y reconozcamos como valor cuando el currículum de una persona incluya el servicio público. Además, necesitamos formar funcionarios de carrera. Gerencia pública no es igual a gerencia privada. Desde que el mismo Arzú evisceró al Instituto Nacional de Administración Pública (Inap), ni sus sucesores ni las universidades del país han podido producir profesionales con conocimiento y visión de sector público en el número y calidad necesarios. Los bajos salarios quedan, por supuesto, como un reto. Pero créame, puede más el reconocimiento y la oportunidad de hacer algo bueno, que un gran salario, para atraer y retener a la mejor gente joven.

    Todo esto, lamentablemente, choca con el incentivo maldito que tienen los partidos para colocar a rajatabla a sus cuadros en los puestos públicos: con primos como maestros, cuñados como jefes de área de salud y activistas como promotores rurales se puede repartir botín y capturar mordidas. Pero no se puede hacer gobierno. Siempre importa la persuasión política, pues no es lo mismo un gobierno conservador que uno socialista. Pero en Guatemala hace rato que los partidos enterraron la ideología, y con un funcionariado competente sufrimos menos los ciudadanos.

    Hoy los guatemaltecos vemos ante nosotros dos candidatos bastante menos que ideales. No sé qué pensará el segundo, pero del puntero puedo aventurar que no hace falta explicarle el valor del funcionariado de carrera. Un ejército de primos, cuñados y activistas no llegaría muy lejos en la batalla. A ver si este por experiencia, o el otro por copia, reconocen la necesidad de contar con empleados públicos de carrera, y hacen algo al respecto, y durante su primer año de gobierno. Por supuesto, un ejército disciplinado puede robar todo junto, pero crucemos ese puente cuando lleguemos a él.

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    [1] En apego a la verdad, debo señalar que algo del mejor trabajo de consultoría que tuve oportunidad de hacer se dio gracias a la ola que generaron esas decisiones. Muestra de primera mano, para quienes tratan de decirnos lo contrario, que el Estado es un agente empoderador del sector privado, no su enemigo.

    Original en Plaza Pública

  • Jugada cantada

    Los retos serán los mismos, no importa qué haya ofrecido el presidente electo en campaña.
    Siempre es posible una explicación más sofisticada y una proyección más ingeniosa, para entender cómo variará la correlación de fuerzas con el cambio de gobierno. El que ayer estaba arriba, hoy está afuera. El que estaba fuera, hoy tiene poder, y comienza a perderlo desde el 14 de enero. Sin embargo, quiero poner atención en las cosas que no cambian. Aquellas que, cuando se haya contado la última papeleta, seguirán allí, no importa quién gane.

    La primera, por obvia y urgente, es la necesidad de cambio profundo en el sistema de partidos políticos. La falta de propuestas de campaña no es simplemente seña de que no se tengan. Más bien, es seña de que no se necesitan. El candidato con el crecimiento más acelerado en intención de voto centró de forma deliberada su estrategia en hacer ofertas descomunales, absurdas, ¡y le funcionó! Un sistema donde el absurdo genera votos está urgido de reforma.

    La segunda es el descuadre entre ingresos y egresos del estado, y entre estos y las necesidades sociales. No importa si el ganador es un conservador fiscal radical, o un convencido del estado de bienestar, cuando se siente en la silla presidencial encontará que no tiene la plata para hacer lo que le piden, y que todo el dinero que pueda captar de los ciudadanos y de la cooperación internacional no le alcanzará para cubrir sus compromisos. Terrible dilema: pelearse con el Cacif por más dinero, o con la sociedad por menos servicios.

    La tercera es la profunda, penosa debilidad de la administración pública. Aun con la mejor propuesta electoral y todo el dinero necesario, faltan los maestros excelentes para enseñar a todos los niños y niñas a leer en los primeros dos años de la escuela. No existe la infraestructura para servir con hospitales, centros y puestos de salud a todas las guatemaltecas y sus hijos. Son pocos los funcionarios calificados y cuesta retenerlos con malos salarios.

    La cuarta es la falta de alcance efectivo del estado. Desde los contrabandistas de poca monta hasta los narcotraficantes, todos entran y salen del territorio nacional sin cortapisas. Las leyes, cuando al fin las aprueba el Congreso, se quedan en palabras vacías al no poder implementarse. Peor aún, los ciudadanos no creemos en el estado. Nos resistimos a pagar impuestos, estamos convencidos que el empleo público es para perdedores, que “político” y “ladrón” son sinónimos. Creemos en la Guatemala emblemática, de tamales y símbolos patrios, pero no en la real, de pobreza y desigualdad, a la que le urge el cambio.

    Entonces, los retos serán los mismos, no importa qué haya ofrecido el presidente electo en campaña. Proponer leyes que cambien al mismo sistema que lo llevaron al poder. Reducir el desperdicio y aumentar la eficacia de la administración pública. Olvidarse de los financistas de campaña y recordar a los ciudadanos más débiles. Convencer a los guatemaltecos – a todos – que necesitamos un estado fuerte si queremos un estado útil, y demostrarlo. ¿Tendrá la valentía necesaria el ganador?

    Original en Plaza Pública

  • Resentidos

    ¿Cree usted estar en la vanguardia? Examine su lenguaje, pues somos lo que decimos.
    Hace unos días leí un comentario acerca de la salida de Sandra Torres de la contienda electoral. El autor usaba el término “resentidos” para referirse a las personas que apoyaron a dicha candidata desde la (¿supuesta?) izquierda.

    Me llamó la atención, pues hacía ratos que no veía esa palabra. Casualmente en esos días me topé también con un reciente invento de la gente de Google llamado Ngrams. Producto maravilloso para perder el tiempo, permite buscar la frecuencia con que aparecen determinadas palabras o términos en la colección de libros en formato digital que ha amasado esa empresa en la Internet. A estas alturas cuentan ellos con publicaciones que van desde el siglo XVI hasta la fecha, sumando un total de más de 500 mil millones de palabras en varios idiomas.

    Para mí no pudo venir en mejor momento el hallazgo, pues unas cuantas búsquedas en su base de datos del español me dejaron examinar si el anacronismo político del término “resentido” era real, o apenas un prejuicio mío. De paso, busqué otros términos de la jerga política nacional, y aquí le cuento lo que encontré. En primera instancia, hay algunas palabras que hoy pueden ser compradas en baratillo:

    1. El término “yanki” comienza a subir en los libros de nuestra lengua en la primera mitad del siglo XX, pero es a partir de la década de los cincuenta que se hace más marcada su presencia. Hace pico en la década de los ochenta, y luego cae de forma precipitada.
    2. La palabra “comunista” comienza a subir en los cincuenta, hace pico en los sesenta, con caídas abruptas luego de esa década y en los años noventa.
    3. “Imperialista” es otra palabra que crece con el siglo XX, hasta su apogeo en la década de los ochenta. Luego cae de forma marcada. Igual se porta la palabra “proletario” (que tuvo un pico también en las décadas de los veinte y treinta del siglo pasado).
    4. “Resentido”, la palabrita que dio inicio a mis búsquedas, subió en los cincuenta y tuvo su mejor momento en los sesenta, estando en descenso desde entonces. Así que tenía yo razón en mi intuición sobre su pérdida de vigencia.

    Por otra parte hay palabras que, si fueran acciones de empresa, hoy querríamos comprar.

    1. “Reforma” es una sólida inversión verbal. Luego de un pico en los tiempos de independencia, allá por 1820, ha estado presente durante ya casi dos siglos, y ha crecido de forma persistente luego de una caída en la década de los cincuenta.
    2. “Desigualdad” se ha portado de forma similar. Fue muy popular en tiempos de independencia, y desde 1960 ha estado en franco incremento.
    3. “Autonomía” arranca en 1850, y no ha parado de crecer. Su presencia en el español se dispara luego de 1960. Algo similar pasa con el término “indígena”. Alrededor de 1980 se acelera aún más su popularidad.
    4. “Pobreza” ha estado presente desde inicios del Siglo XIX, pero aumenta de forma marcada a partir del final de la década de los ochenta.
    5. “Inequidad” prácticamente no existía antes de 1960. Desde entonces no ha dejado de aumentar en nuestro léxico.

    Es evidente que las palabras reflejan los tiempos. Las independencias en Latinoamérica en las primeras décadas del siglo XIX, el surgimiento de los Estados Unidos como potencia mundial a principios del siglo XX, las luchas de los grandes sindicatos industriales en las décadas de los veinte y treinta, la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría, los movimientos revolucionarios en nuestra región y la caída del muro de Berlín, todos son hechos que han dejado su impronta en nuestro lenguaje.

    A la vez, la historia sigue y el lenguaje avanza con ella. La pregunta, por supuesto, es si nosotros caminamos al mismo paso, o nos quedamos estancados. Ya Francisco Pérez de Antón en suChapinismos del Quijote destaca que Guatemala parece existir en una arruga en el tiempo, donde la relativa marginalidad y el conservadurismo hacen de uso común vocablos que en otras latitudes se asocian al pasado lejano. Ello, sin embargo, no significa que debamos empecinarnos en el anacronismo.

    Este no es un asunto meramente de lenguaje. Si hemos de construir el futuro de esta patria, tendremos que pensar y, sobre todo, hablar su futuro. ¿Cree usted estar en la vanguardia? Examine su lenguaje, pues somos lo que decimos. No importa si es de derecha o de izquierda, pero si sigue hablando de resentidos o yankis, comunistas o proletarios, quizá sea hora de ponerse al día. El riesgo no es ser como los dinosaurios: seres majestuosos que reinaron sobre la tierra y luego desaparecieron para siempre. Más bien, el problema es ser como el celacanto, “fósiles vivientes”, bichos raros que sobreviven tan sólo en un reducto peculiar y que no avanzan, pero tampoco dejan avanzar.

    Original en Plaza Pública

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