Author: felixalvarado99

  • Al oído de Vinicio Cerezo: sin más dinero esto no se enderezará

    A ese paso no importa cuánto usted mejore la eficiencia de lo que tiene y haga mejor lo que ya hace. Si le faltan los insumos clave, igual tendrá que gastar más para comprar esas cosas que hoy no tiene o simplemente estará perdiendo el tiempo.

    La mujer le pide al marido para el gasto: los niños tienen hambre y necesita plata para comprar comida. El marido responde que no. ¿Por qué habría de darle más dinero, argumenta, si es obvio que ella no sabe ni siquiera alimentar a los chicos con lo que le da?

    Tal es la perversa paradoja que enfrenta Guatemala en materia de gasto educativo. Los malos indicadores dan la excusa perfecta para quienes dicen que primero hay que mejorar la eficiencia y que ya luego podremos mejorar el volumen del gasto. Otro tanto abonan estupideces como comprar trompos promocionales sobrevalorados, que estropean aún más cualquier argumento en pro de la urgencia de invertir más en educación. Pero igual no quitan el problema.

    La creciente evidencia sugiere que, por debajo de un umbral mínimo —del que no estamos ni siquiera a distancia razonable—, el volumen del gasto en educación y el desempeño que se obtiene sí se relacionan: mientras más se gasta, mejor desempeño se obtiene. Así lo reportan en un reciente estudio Emiliana Vega, jefa de la División de Educación del Banco Interamericano de Desarrollo, y su coautora Chelsea Coffin.

    Vega y Coffin examinaron los datos del Programa Internacional para la Evaluación de Estudiantes (PISA, por sus siglas en inglés), la prueba internacional a la que Guatemala se sumó en 2015 y que se aplicará a los estudiantes por primera vez en 2017. Usando el desempeño en matemáticas en la secundaria como trazador, encontraron que, mientras no se llegue a un umbral de $8 000 por estudiante al año (en paridad de poder adquisitivo en dólares —$PPP—, 2010), más dinero por estudiante sí se traduce en mejor desempeño. Para ponernos en contexto, en 2013 Guatemala gastó $395.80 (en $PPP, 2011) por estudiante.

    A los dichosos que ya están arriba de los $8 000 por estudiante al año —como Bélgica, Francia, Gran Bretaña, Finlandia, Japón, Catar y otros así— sí les urge contraponer eficiencia a volumen de gasto. Los demás, como nosotros, no tenemos nada que ver con esa liga y sus problemas.

    Explico por qué. Los trompos son una muestra de muy mal juicio, cuando no de corrupción insolente que exige ser perseguida judicialmente. Pero son una lágrima en el mar. Mientras tanto, el Ministerio de Educación no tiene un centavo, ¡ni un centavo!, en su presupuesto[1] para comprar libros de texto para la secundaria. Tampoco tiene más que centavos para poner asesoría pedagógica suficiente y en todos los grados. Ni para mantener en el ciclo básico a todos los egresados de la primaria. Y la lista de faltantes crece. A ese paso no importa cuánto usted mejore la eficiencia de lo que tiene y haga mejor lo que ya hace. Si le faltan los insumos clave, igual tendrá que gastar más para comprar esas cosas que hoy no tiene o simplemente estará perdiendo el tiempo. Es como sacarle brillo al carro cuando no tiene para la gasolina. Y los textos que alimentan los cerebros de los chicos, que son la gasolina de este carro, cuestan mucho, muchísimo más que una pendeja colección de trompos o que la eficiencia pírrica que le va a sacar al Mineduc. Y la asesoría pedagógica, que es como el piloto del auto, cuesta dinero en serio, no bagatelas. Y lo mismo pasa con todo lo demás que falta porque no tiene renglón en el presupuesto, más aún porque no hay plata para pagarlo.

    Así pues, ahora que estamos a las puertas de la gran feria de la propuesta que es la séptima edición del Foro Regional Esquipulas, lleve este encargo mío a la mesa del debate, al corrillo y a la charla del café: nos urge más plata para la educación. No los ahorros de la cancelación de un contrato espurio por unos trompos idiotas, sino la plata voluminosa, la que hoy gastamos en militares rateros y minas tóxicas, el dinero que por cientos de millones se escurre por el tragante de la evasión de impuestos y por el contubernio entre gobernantes corruptos y empresarios. Yo quiero ver en el presupuesto el dinero en serio, que nos dolerá pagar, pero que es indispensable para que los niños y las niñas[2] pasen más tiempo, mucho tiempo, todo el tiempo, aprendiendo a leer, escribir, contar y pensar.

     


    [1] Esto, aparte de un préstamo del Banco Mundial que incluye textos para la Telesecundaria. Encima, me cuentan que con ese préstamo se han comprado materiales que no corresponden a la metodología de dicha modalidad educativa. A veces no entiendo por qué no tengo a mano la navaja para cortarme las venas.

    [2] Supongo que también ya se dio cuenta de que, en este país machista, un trompo es un juguete solo para los varones, ¿verdad? Hoy sí alcánceme esa navaja.

    Original en Plaza Pública

  • Protectorado

    Aquí hay un protectorado informal, centrado en el gobierno de Jimmy Morales

    Resultó cierto, como se decía antes de las elecciones, que la campaña de Morales carecía de plan de gobierno. Lo hecho —tanto lo bueno como lo malo— parece más fruto de la iniciativa de cada ministro que resultado de una intención global.

    Para los actores más poderosos esto no es problema. ¿Para qué se necesita un plan de gobierno cuando la responsabilidad es táctica? En efecto, aquí hay un protectorado informal, centrado en el gobierno de Jimmy Morales. Vivimos hoy en un «Estado, […] gobierno o territorio que es protegido diplomática o militarmente por un Estado o una entidad internacional más fuerte. A cambio de protección, el protectorado ha aceptado obligaciones […], que varían dependiendo de la naturaleza real de la relación entre ambas entidades».

    Los términos de este protectorado informal, por el lado del haber, los pone la Cicig: mejorar el sistema de justicia y perseguir la corrupción. Por el lado del debe también están claros, nunca más que en la reciente felicitación de la Embajada de Estados Unidos al presidente Morales.

    El lugarteniente del protectorado tiene una sola función, que es operativa: administrar el protectorado a favor del protector. Lo suyo no es la iniciativa, sino asegurar que las cosas caminen sin sobresaltos. Vale por eso revisar el comunicado de la misión diplomática, centrado en tres puntos: la persecución narcomigratoria y criminal que hoy obsesiona a los Estados Unidos en Centroamérica, la garantía de condiciones para la inversión empresarial extranjera y, para ello, el fortalecimiento de la recaudación y del gasto administrativo público.

    En materia de crimen, narco y migración, el comunicado diplomático alude a cuatro avances, escasamente asociados a este gobierno. El primero es la reducción del crimen, que, supongo, se refiere a la visible reducción de los homicidios en los últimos ocho años. Y vaya usted a saber si en efecto la criminalidad general ha bajado. El segundo es el progreso en ¡su propio Plan de la Alianza para la Prosperidad! El tercero es el procesamiento en tribunales de criminales de alta importancia. Yo, en mi ingenuidad, pensaba que los tribunales eran entidades del Organismo Judicial, no del Ejecutivo. El cuarto son las mejoras en seguridad y protección en el aeropuerto. Caben en un cuarto pequeño —tal vez en un baño mediano— los guatemaltecos a los que les afecta este asunto.

    El punto de agenda de inversión extranjera lo centra el comunicado en dos «logros». El primero es la calificación de crédito del país, factor de indudable visibilidad global, pero que, como ya dejó clara la debacle financiera del 2008, dice más de las expectativas de los inversionistas que de mejoras reales en la economía. El segundo apunta a la resolución de casos laborales ante la OIT y en el marco del DR-Cafta, un mecanismo que tiene todo que ver con comercio internacional y solo accidentalmente con el bienestar del trabajador, por la insistencia de algunos legisladores estadounidenses.

    El plato fuerte, con las más claras implicaciones internas, es el impositivo. Aquí la embajada llama la atención, primero, sobre la recuperación de los ingresos. Pero no se confunda: apenas corremos para quedarnos en el mismo lugar, que el tema es nada más recuperar lo que ya había y que Pérez Molina malbarató. Cuando toque ampliar los tributos y empiece otra vez el debate entre que paguen más los que más tenemos o que mejor paguen los que hoy no tributan, allí se verá la fuerza del valiente. Agrega en segundo lugar la mejora en el gasto administrativo (léase austeridad). Cuénteme algo que no haya visto siempre en los primeros seis meses de cada desafortunado gobierno en este reino de lo circular.

    Termina el comunicado con un postre y un digestivo. Primero, el dulce, el tratamiento del agua del lago de Amatitlán, que no porque Baldetti lo haya convertido en circo de negocios turbios debería ser asunto de estatura presidencial. Segundo, un amargo, el halago a la usurpación de funciones que practica el Ejército al construir carreteras y dotar escuelas con mobiliario. Un amargo tenebroso que, en el menor de los casos, remite al interés de Estados Unidos por mantener al Ejército como mandadero en la malhadada guerra contra las drogas y, en el peor, recuerda el interés persistente de algunos en ese país por reactivar el apoyo en equipo bélico a las fuerzas armadas.

    Entonces, todo el comunicado pudo plantearse en clave bíblica, como una parábola perversa que resume hasta aquí la gestión de Morales: «Siervo bueno y fiel, porque fuiste fiel en lo poco, te dejaré sobre lo poco».

    Original en Plaza Pública

  • Confesiones

    Si bien importa reconocer la humanidad de los más malos, resulta aún más importante no atribuir una falsa maldad ante la evidente imperfección de los buenos.

    En la secundaria, una vez robé algunos tubos de vidrio del laboratorio de química. Me encantaba calentarlos con un mechero y soplar burbujas de vidrio.

    En la universidad, en cierta ocasión equivoqué la fecha de un examen y no me presenté. Un médico amigo me hizo un certificado que decía que había estado enfermo y así pude tomar el examen en fecha extraordinaria.

    He perdido la cuenta de las veces que en el pasado negué cuando me preguntaron si quería factura. A veces aún me pasa cuando voy de prisa.

    En efecto, desde pequeño y hasta en lo pequeño resulto ser un practicante menos que ejemplar de las virtudes que promuevo. Mentira, robo, corrupción, evasión y elusión fiscal, no necesito escarbar demasiado para encontrarlo todo a escala enana en mi historia personal. Y eso que cuento solo los incidentes menos vergonzosos.

    Sin embargo, así como los años me han dado oportunidades de más para constatar mis muchas debilidades, también me han enseñado otra cosa: no soy muy distinto de la mayoría de las personas. Esto decepciona porque pincha el globo que Hollywood infla con tanto afán: ¡eres único, extraordinario! Pues no. Soy ordinario, bastante imperfecto y, encima, parecido a otro montón de gente.

    A pesar de todo, mi ordinariez tiene su lado bueno: las pulsiones que me mueven resultan ser también las que impulsan a otra gente. El tiempo ha puesto una y otra vez a prueba mi teoría de la mente de los demás. Constato casi siempre que las pistas que me ofrece mi introspección acerca de lo que otros quieren —en lo bueno y en lo malo— es bastante precisa, tan solo porque se parece tanto a lo que yo también busco para mi vida y mi familia. Lo que me cuesta y lo que me sale fácil tampoco distan mucho de los retos que enfrenta la mayoría de quienes me rodean.

    Esto importa mucho, aunque no sea decir que todo se vale. Primero, porque evoca la humanidad que subyace hasta en los hechores de los males más escandalosos. Ante la llamada virulenta a repartir penas de muerte nos recuerda que el marero, el político falsario, el militar corrupto y el empresario tramposo buscan lo mismo que usted y que yo: pagar las cuentas, tener éxito, que su familia los quiera y morir sin mucho dolor. Aunque en el camino pierdan el sentido del bien o aunque su inteligencia solo les sirva para engañarse racionalizando las peores atrocidades. Claro, hay enfermos —sociópatas, psicópatas, gente dañada por la mala suerte, la vida y la enfermedad— insensibles que han perdido contacto con las dimensiones básicas de su propia humanidad. Pero son los menos y fallamos en entenderlos, sobre todo porque no alcanza nuestra imaginación para concebir su torcido interior. Aunque cueste admitirlo, la resonancia entre nuestra interioridad y la de quienes hacen mal reclama cautela al juzgar, mesura al exigir castigo, flexibilidad para remitir las culpas: se parecen tanto a nosotros, tanto.

    Segundo, si bien importa reconocer la humanidad de los más malos, resulta aún más importante no atribuir una falsa maldad ante la evidente imperfección de los buenos. La común humanidad que atisbamos en nuestra introspección al compararnos con aquellos que criticamos debe prevenirnos contra la fácil asignación de una maldad y una malicia que no están allí. Ellos tampoco hacen sino vivir su vida lo mejor posible.

    Lamentablemente, esta es una llamada de alerta que algunos discursos políticos desoyen cada vez más, los cuales deshumanizan al contrincante con tal de traer atención a su causa. Lo vemos en el escenario global cuando, yaciendo muertos en el asfalto por igual ciudadanos y policías estadounidenses, algunos republicanos radicales se regodean tildando al presidente Obama de «odiador de policías». Importa más ganar puntos en la contienda del insulto político que reconocer la humanidad que comparten un presidente decente —con todo y su repertorio de debilidades políticas—, los ciudadanos y los servidores del orden público.

    Más cerca de casa lo vemos a diario en el racismo que atropella la dignidad básica de las personas indígenas, el humor barato que olvida que el sujeto despreciado también siente, igual que siente el que lo desprecia. A escala menor, lo vemos incluso en la altivez intelectual que consigna a los círculos más profundos de peculiares infiernos a quienes, hijos de su clase, limitados productos de su sociedad opaca, injusta y desigual, apenas aprendices de una nueva política, no hacen sino buscar formas mejores de ser y de hacer mientras cargan consigo —humanos al fin— la sombra de sus limitaciones.

    Original en Plaza Pública

  • A nadie le gusta perder amigos

    El objeto del ejercicio político no es mantenerse puro, por mucho que guste, sino asegurar que los propios alcancen el poder del Estado.

    ¡Pero cómo pasa el tiempo, usté! Expresión al ver que se nos ha ido ya medio año. Bien podrían estar usándola estos días en el gabinete de Jimmy Morales.

    En efecto, ya pasó (o se le fue) un octavo del tiempo que tenía este gobierno para hacer algo, bueno o malo. Se acabó hasta la luna de miel más generosa, y el gobernante ha demostrado ser lo que se esperaba: no tan malo como el anterior, incapaz de escapar de la pacatería social y política de su origen clasemediero, con algunos funcionarios buenos y también con gente muy oscura a su alrededor. Tranquiliza la estabilidad económica, usual en este país de ultraconservadurismo monetario, y preocupa el resurgimiento militar.

    Contra ese trasfondo de ni modo, aquí vamos, cada vez más gente pregunta, desde espacios políticos, en columnas de opinión, en redes sociales y en debates de los movimientos sociales, ¿ahora para dónde?, ¿qué sigue?

    La pregunta crítica nunca fue qué han de hacer Jimmy Morales y su gabinete. Su tarea era clara y la están desempeñando: mantener el rumbo conservador, sin sobresaltos, evitando que el tren se descarrile. La reciente victoria —que lo es— en materia del malhadado impulso por sacar a desfilar al Ejército sirve para subrayarlo: la máquina prueba los límites y ajusta para mantener la estabilidad. Ni tanto que queme al santo, etcétera.

    ¿Dónde está, entonces, la agenda? Seguramente no está en el Ejecutivo ni en la élite empresarial contenta con que se minimicen los daños al statu quo. El Ejército apenas intenta recuperar terreno mientras la Embajada y sus amigos se enfocan en tachar pendientes en la agenda narcomigraeconómica.

    Puestos contra esta pared del business as usual, sospecho, no queda más que seguir en el trabajo aburrido, en el tejido de relaciones y acuerdos entre gente lo suficientemente parecida para querer el mismo bien, aunque sean distintos en esas dicotomías que han hendido toda nuestra historia: urbano-rural, pobre-rico, indígena-mestizo, izquierda-derecha, gay-hétero, militar-civil, y así en todo. Toca amarrar la secular resistencia indígena con la persistente indignación urbana. Toca insertar el interés clasemediero como puente entre la miseria rural y urbana y el impulso comercial de algunos en la élite económica. Toca encontrar un lenguaje conciliador para que el machista miedoso que llevan dentro la mayoría de los chapines —élite, clasemedieros, indígenas y mestizos por igual— no huya horrorizado cuando descubra que el amor no es heterosexual por definición y menos por necesidad. Toca encontrar la moderación como virtud política ante los extremismos que se alían para reventarlo todo en mil pedazos.

    El problema es que el impulso extremista pareciera ser parte de lo que nos define como sociedad política. Hipócrita, traidor, solapado, cobarde: no tardan los epítetos de los amigos cuando alguien propone postergar la agenda radical en favor de la conciliación táctica. Al empresario de élite que tiende puentes, sus iguales lo condenan por acercarse a los manidos comunistas. Al activista progre no le hacen falta enemigos. Apenas se aparta de la estrecha senda radical, son los de su propio bando los primeros que lo descalifican: por su historia, por su extracción social, por la impureza de sus intenciones.

    Sin embargo, el objeto del ejercicio político (y sí, esto es político aun cuando no sea partidista) no es mantenerse puro, por mucho que guste, sino asegurar que los propios alcancen el poder del Estado. Entendamos: sin poder no se hará nada, ni bueno ni malo. Con poder se hace cualquier cosa, incluso lo malo —que no tiene nada de nuevo—. Conseguir ese poder pone una agenda con dos tácticas: por una parte, debilitar el mal poderoso; por la otra, fortalecer el poder del bien.

    Debilitar el mal poderoso es algo que ya emprendieron el MP y la Cicig. Hasta la Embajada de los Estados Unidos está en eso por sus propias razones. Y por ahora persisten en ello. Pero solo alcanza a quienes sean perseguibles. ¿Cómo disciplinar a los pícaros dentro del Congreso, en las instituciones, en las empresas, en los Gobiernos municipales, en la propia sociedad? Solo la ciudadanía llega allí.

    Fortalecer el poder del bien significa, primero, trabajar con gente que nos pone incómodos. Significa ganar adeptos. Hacerlo exige encontrar temas de consenso y, lo más difícil, dejar de lado temporalmente temas importantes, algunos puntos de agenda que prioriza cada uno, pero que no comparten todos. Quizá hasta se pierdan amigos —ojalá que no—, pero nadie dijo que la política —ni siquiera la mejor intencionada— sea bonita.

    Original en Plaza Pública

  • Bréxito y fracasEU

    A veces hace falta desmantelar lo que hay, pero ello no excusa que luego tendrá que construirse algo igual o superior.

    Hoy le tocó al Reino Unido decantarse por la salida (literalmente) fácil. Ganó irónicamente la parte de su electorado que más sufrirá las consecuencias.

    Ante el egoísmo de una globalización que institucionalizó el privilegio financiero, ante la miopía de la burocracia europea, distante y acomodada, venció el bando del a la mierda con todo. Se desató la gente en los condados más marginados, la que se asusta con el cambio, la que más se altera cuando ve que entre la homogeneidad de sus pieles rosadas también hay algunas morenas.

    Se entiende, pues siempre es más fácil decir no que decir sí. Cuando se dice no, toca a otro reaccionar. En cambio, decir sí es tener que explicarse: sí a qué, sí para qué, sí cómo. Demasiado trabajo para algunos, para muchos.

    Por eso es que no todos los éxitos son iguales ni todos los fracasos tampoco. Tener éxito en desencadenar una destrucción apenas exige dar paso a la entropía, abdicar del esfuerzo que exige contener la tendencia al desorden. Basta un día para revertir 55 años de trabajo. Mientras tanto, tener éxito en sostener una estructura apenas garantiza que habrá que seguir construyendo algo imperfecto y solo quizá mejorar cada día, sin respiro y para siempre.

    Para los líderes, quedarse en la Unión Europea era seguir en la lucha perpetua contra el monstruo de la UE, la deteriorante gestión de acuerdos con otra veintena de socios, aguantar la inflexibilidad alemana y la altanería francesa, negociar las apariencias de una migración que no se detendrá nunca. ¡Qué pereza! Mientras tanto, congraciarse con el electorado más conservador daba una salida rápida a los problemas de gestión del partido. «Vean ahí cómo salen del problema, que yo no estaré para cuando todo esto truene», parece haber sido la opción del primer ministro Cameron, quien, dicho sea de paso, hacía rato tenía resuelto su propio problema económico, Mossack Fonseca incluido.

    ¿Por qué nos importa a usted y a mí? Al fin, desde que la Gran Bretaña solucionó por su cuenta lo de Belice (sí, allí no hay nada más qué discutir, no sea iluso), para estas tierras ese reino no ha sido sino un cuco remoto que algunos políticos y militares rememoran en sus peores momentos. Espere, dirá el analista. Sale el Reino Unido de Europa, cae la bolsa, cae el precio de las propiedades, se redirigen las inversiones, baja la cooperación, se distraen los gringos, gana Trump, aumentan las deportaciones y, voilà, lo afecta a usted también. Cierto, pero así hasta el Big Bang cuenta hoy.

    Dejemos por un momento a los expertos con sus epiciclos, que eso va a tomar tiempo desentrañarlo, y aprendamos la lección más pedestre, una que usted y yo podemos aprovechar hoy, aquí, ya: siempre es más fácil romper que construir, es más fácil patear la hoguera que hacer fuego. Siempre es más fácil decir «quito mi bola» que tratar de encontrar mejores reglas para el juego.

    En la persistente lucha por la sobrevivencia y el progreso, siempre es más fácil ser conservador que reformista. Al conservador le basta con apuntalar el pasado, seguir como ya se fue, apuntar al interior, señalar como ya se es. ¿Para qué quitarse el sueño imaginando instituciones nuevas? ¿Para qué insistir, un día y otro, en que podríamos mejorar lo que tenemos cuando basta con dejarnos llevar por la marea, resignarnos a que las cosas se derrumben por su propio peso?

    Esto explica y compromete. Explica por qué a los de arriba les va mejor aun en medio del desastre: porque tienen recursos para sobrevivir. Compromete a los que dicen que quieren un mejor futuro, no importa el color de su persuasión política, porque rara vez bastará con destruir el viejo orden: siempre será necesario poner esfuerzo, mucho esfuerzo, en construir algo mejor.

    Así que sí. A veces hace falta desmantelar lo que hay, pero ello no excusa que luego tendrá que construirse algo igual o superior, lo que costará mucho trabajo, mucha planificación. Otras veces, las más, hará falta tomar lo que ya existe y mejorarlo poquito a poco. Eso no le gusta al caudillo revolucionario, pues no es sexi. Tampoco le gusta al conservador perezoso, ya que toma mucho trabajo.

    Original en Plaza Pública

  • Verdad, religión y ejército

    A partir de allí, «necesitamos Ejército» resulta más importante que aclarar para qué.

    La verdad es la materia prima de la religión. Para dar recomendaciones sobre cómo vivir, las religiones plantean explicaciones sobre cómo piensan que son los asuntos de los dioses y de nuestra relación con ellos.

    Hoy nos hemos acostumbrado a religiones que se quedan en asuntos del espíritu. Pero en el pasado pretendían también dar explicaciones sobre la realidad material. Obispos y teólogos opinaban sin empacho acerca de si la Tierra estaba en el centro del universo o no. Aún hoy algunas religiones procuran prescribir —a sangre y fuego si hace falta— el largo del pelo, lo que se puede comer, lo que se puede dibujar y hasta quién puede tener sexo con quién.

    Sin embargo, sobre todo a partir del siglo XVI en Europa, la ciencia destronó a la religión en los asuntos materiales por una sencilla razón: en este ámbito, las explicaciones de la ciencia funcionan mejor que las de la religión. A pesar de esta obviedad, algunos se resisten aún hoy. ¿Por qué?

    Véalo desde el punto de vista del eclesiástico o del teólogo. Especialmente las grandes religiones monoteístas han hecho una apuesta sobre la verdad: aseguran que les ha sido revelada. Cuando el principal insumo del negocio es la verdad venida del cielo, no puede uno darse el lujo de estar equivocado. Entonces, la religión —cualquier religión— se ve en la necesidad de tener razón por decreto sí o sí.

    Tomado ese paso, no queda más remedio que invertir el razonamiento y desarrollar cuentos de así fue: escogida la consecuencia, se buscan causas y explicaciones que casen sin importar lo que diga la evidencia. Cuando los datos no cuadran con la explicación, se desechan los datos porque el resultado deseado ya se tiene.

    Sin embargo, no seamos tan rápidos en señalar a la religión, que esta lógica de así fue no se da solo en debates sobre ángeles y libros sagrados. En otros ámbitos más inmediatos (y por ello quizá más graves) también se practica. Un tema en el que hoy se manifiesta esa lógica perversa, que confunde fines con explicaciones y desprecia datos, es el caso del Ejército en nuestro país. Hoy queda poca duda de que nos toca revisar y reformar nuestro Estado. Pero hay quienes, ante las preguntas esenciales —qué instituciones necesitamos, cómo deben ser, para qué nos sirven, por qué y cuáles ya no tienen sentido—, al llegar al caso del Ejército, abdican del uso de la razón. Parten entonces de la apuesta axiomática de que el Ejército es necesario sin más demostración de su necesidad, ignorando la evidencia en contra y desoyendo cualquier razonamiento al respecto.

    A partir de allí, «necesitamos Ejército» resulta más importante que aclarar para qué. Poco importa la obviedad de que es un pozo sin fondo que se traga los recursos del Estado mientras que a otros sectores les falta plata. Se ignora la evidencia investigativa y jurídica que demuestra incontestablemente el papel militar en atrocidades innombrables e injustificables durante la guerra. Aunque la institución militar siga sin admitir los crímenes. Más aún sin procesar ella misma a los responsables. Ignoran los que han tomado partido por el «necesitamos Ejército» el hecho constitucional y la evidencia práctica de que las tareas de seguridad interna corresponden a la Policía y aplauden que el Ejército usurpe funciones de otros sectores, por ejemplo construyendo mobiliario escolar. Ignoran que movilizar soldados para atender desastres naturales denota falta de planificación más que idoneidad.

    Llega esa lógica torcida incluso a extremos absurdos. Me argumentaba un conocido que debemos conservar el Ejército para participar en misiones internacionales de paz. Con saltos lógicos como ese, que deja tantos elementos sin conectar, sería también prioridad tener un equipo de investigación polar y exigir una silla en el Consejo Ártico.

    Hace poco más de tres siglos le tocó a la sociedad europea llegar a la adultez intelectual, admitir que las explicaciones hermosas pero imprecisas de la vieja religión no daban cuenta de los hechos, que las personas debían hacerse responsables de las consecuencias —negativas tanto como positivas— que desencadenó el pensamiento científico.

    Hoy enfrentamos aquí un reto similar. Como sociedad debemos llegar a la adultez ética y política, admitir que el Ejército, una institución orgánicamente imbricada en el viejo orden exclusivo, violento y corrupto, ya no tiene lugar razonable en la construcción de nuestro futuro. ¿Seremos suficientes los que estemos dispuestos a asumir esa adultez para insistir en su transformación radical, cuando no su desaparición, o tendremos que seguir, eternos aniñados, viviendo bajo su tutela y su opresión?

    Original en Plaza Pública

  • Lista de pendientes

    Finalmente estamos usted y yo, ciudadanos, cuando hacemos trampa. No porque vengan tras nosotros doña Thelma y don Iván con sus escuchas telefónicas y sus investigadores acuciosos. Somos poca monta. Pero somos muchos y nuestras corruptelas cuentan.

    Poco a poco Iván Velásquez y Thelma Aldana evacúan la agenda. Las tareas en esa agenda son todas iguales: encontrar con cuidado la punta del hilo y comenzar a deshacer el ovillo del crimen, de la corrupción enquistada en el Estado.

    Su tarea —sobre todo para el comisionado Velásquez y sus colaboradores en la Cicig— no será terminar de desenmarañar cada hilo, cada caso de los muchos que nos ahogan. Eso nos toca a nosotros, los ciudadanos. En la plaza y en la opinión pública, con la denuncia y en los tribunales, en las urnas y desde los partidos políticos.

    Tiene sentido, como hasta ahora, buscar los hilos en las madejas más obvias. Deshilachar los nudos que están a mano: el gobierno corruptísimo de Pérez Molina y Baldetti, un Congreso cínico y procaz, un gabinete ladrón.

    Se hace obvio, sin embargo, que de allí parten zarcillos hacia otras marañas. Como bobinas, dos comienzan a girar mientras los investigadores tiran del hilo. Primero el empresariado, que convirtió los contratos del Estado en la excusa perfecta para ganar plata sin competir y que pervirtió las leyes y las instituciones para proteger esa incompetencia. Comienza también, ¡al fin!, a ceder la madeja del monopolio de los medios de comunicación. Allí está la punta del hilo de las lesivas y opacas concesiones de la TV y la radio, esos tratos vendepatrias que entregaron por décadas la voz, la información y la conciencia de la sociedad entera a unos pocos malintencionados a cambio de que allanaran el camino al palacio para el pícaro de turno. El tema es importantísimo no solo por recuperar el equilibrio en las elecciones. La democracia necesita una prensa que nos refleje en nuestra diversidad, en nuestras diferencias. Además de recuperar concesiones, hay también que desenmarañar una Ley de Telecomunicaciones que margina la radio comunitaria y reconocer la lesividad leguleya que dejó al Estado sin ancho de banda para atender el interés público. Toca espantar a la canalla que quiere quedarse con más radiofrecuencias en la más grande opacidad.

    Pero es apenas el principio. Porque luego están los temas en que se ha encontrado el hilo, pero aún no se devana. Como el Ejército —sí, todo él—, donde la abundancia, el poder y la opacidad tienen décadas dándose cita en latrocinio impune. ¿Cuánto tendremos que esperar para ver un oficial digno, que se niegue a seguir ese juego vil y lo denuncie?

    Como la corrupción municipal. Tantas localidades —grandes, medianas y pequeñas, las hay en todas las escalas— sofocadas por un cacique ladrón —criollo, ladino, indígena, los hay para todos los gustos— que con nombre de alcalde abusa sin control ni medida y a cambio da solo bagatelas y kermeses. Alcaldes que evaden su responsabilidad para con el agua limpia, la salud, la educación y drenajes que funcionen.

    Finalmente están los pendientes, para los cuales el tiempo, la información o la oportunidad no han dado lugar —aún— de encontrar ni la punta del hilo. No porque el ovillo no exista. Simplemente porque no puede hacerse todo a la vez. Pienso en la Universidad de San Carlos, llamada a mejores cosas, que concentra el 5 % de todos los dineros públicos, pero a cambio rinde pocas cosas buenas y muchas malas. Pienso en sus líderes, que comercian apoyos políticos en una burbuja autocomplaciente y opaca mientras apañan la trampa política y falsean el mandato de llegar a los más necesitados.

    Pienso también en el sindicalismo mercante, que instrumentaliza al trabajador, cuyas justas y urgentes necesidades tornaron en moneda para transar con políticos y autoridades. Un sindicalismo de consigna vacía, chantaje y tráfico de puestos.

    Finalmente estamos usted y yo, ciudadanos, cuando hacemos trampa. No porque vengan tras nosotros doña Thelma y don Iván con sus escuchas telefónicas y sus investigadores acuciosos. Somos poca monta. Pero somos muchos y nuestras corruptelas cuentan. Los miles de abusos laborales, como el dueño del restaurante que se queda con las propinas del personal. Los millones de evasiones, como la factura no exigida y la factura negada. Allí, cotidianamente, anudamos la maraña de una sociedad corrupta. Damos verdad al lema que dice que #EsElSistema.

    Así que tengan Iván Velásquez y Thelma Aldana larga vida, brazo fuerte y ojo claro, que sus esfuerzos sirven mucho y en tantas cosas. Y que detrás vengamos los ciudadanos honrando su empeño con el nuestro.

    Original en Plaza Pública

  • Ricotenango y Pobretenango

    El reto es que las élites —económica, social y urbana— nos acostumbramos a resolver la cosa a nuestro antojo, poniendo nuestras reglas, así sea caro e ineficiente.

    Se armó la de Troya con el más reciente jueves de Cicig. Otra veintena de capturas, seis más pendientes a nivel internacional. Ya no cabe la gente en el Mariscal Zavala.

    La novedad no es destapar el contubernio sistemático entre gobernantes corruptos y empresarios corruptores. La novedad es que hoy no quede excusa para negarlo, aunque algunos vean la tormenta y no se persignen: un banco más preocupado por su reputación que por poner distancia con los acusados. Un opinador oficioso que quiere restringir la libertad de expresión porque, hoy sí, la prensa muestra sin tapujos que arriba también hay vulgares ladrones.

    Se entiende la resistencia. La explicación llegó justo un día antes del tsunami judicial y le recomiendo leerla: es el miedo el motor más fuerte de la conducta de la élite económica. Ese sentimiento que paraliza, que hace apostar por el camino conocido aunque sea equivocado.

    Ya pasó la ola gigante (al menos la del jueves). Toca levantarse, sacar el agua y construir. Pero no bastará con limpiar la corrupción para volver a lo mismo. Los miembros de la élite que afirman tener voluntad de cambio deben demostrar hoy que son distintos. Ya no cabe aquí la vieja disciplina miedosa que no los ha dejado romper filas.

    Pero, para ser eficaces, tampoco bastará con denunciar. Hará falta saber qué cambiar. Yo le sugiero que el verdadero reto es deconstruir los dos medio Estados en que vivimos y crear uno solo que sea para todos. Me explico. Como Voldemort, rival de Harry Potter, parasitando el occipucio de Quirinus Quirrel, hoy tenemos dos Estados: Ricotenango, que sirve a los pocos, que sirve a la élite; y Pobretenango, que es para los demás.

    ¿No me cree? Valgan los ejemplos. Pobretenango pone los centenares de gente mal pagada y mal equipada que necesita la administración pública para operar. Los prepara en el INAP sin presupuesto, sofocado por la humareda del bulevar Los Próceres. Ni siquiera su sitio web funciona. Ricotenango forma sus propios funcionarios para su propio futuro, en su propia Escuela de Gobierno, pagada de su propio bolsillo y montada en su propio complejo comercial-domiciliar chilero.

    Pobretenango educa para el trabajo a la gran masa de estudiantes de secundaria que viven en las barriadas de la capital, en Villa Nueva y más allá. Los acomoda en el Belén y en el Imrich Fischmann, donde el Mineduc tiene años sin un centavo para libros de texto ni talleres, donde entre docentes y estudiantes ajustan para financiar su propia educación «pública, gratuita, laica y obligatoria». Ricotenango educa a nuestros hijos en sus colegios privados. Y si se trata de formar a nuestros empleados, allí está el Intecap. Chilero.

    Pobretenango entretiene a la masa, empleadas de hogar y policías privados, en la Plaza Central la tarde del domingo. Ricotenango entretiene a sus empleados en el Irtra. Y si son gerentes, mejor aún: pase a las posadas de pago extra. Chilero.

    Solo reconocemos la dicotomía cuando no alcanzan los dos Estados a soslayar los problemas: un aeropuerto de pobres sin aire acondicionado, vergüenza de la élite que regresa de Miami; una cárcel VIP que no alcanza para los hombres y nunca acomodó a las mujeres. Bienvenidos a la realidad.

    El reto es que las élites —económica, social y urbana— nos acostumbramos a resolver la cosa a nuestro antojo, poniendo nuestras reglas, así sea caro e ineficiente. Así toque aguantar el chantaje moral de donativos basados en no pagar impuestos. Así toque seguir tributando a Ricotenango (¿qué piensa que son las cuotas del Irtra, las del Intecap o los diezmos?). Luego no queremos contribuir también con Pobretenango y lo dejamos naufragar. Terminamos poniendo malas soluciones privadas a grandes necesidades públicas, así nos llamemos Gutiérrez, Luna o Alvarado.

    No se apure a señalar con el dedo, que no todo es malicia. Muchas veces es encontrar respuestas insatisfactorias a debilidades de 35 años de mala democracia, de 60 años de mala patria. Pero superar la cosecha de bribones que hoy recoge la Cicig exigirá también rebasar esas malas respuestas. Debemos superar el miedo de la élite. Esto exige romper el círculo vicioso de la desconfianza, esa desconfianza institucionalizada que dice que, si no resuelvo la cosa a mi modo y en privado, no pasará. Esto exige tomar un riesgo calculado, establecer mecanismos intermedios, pero apostar a un destino público y para todos, no privado y para algunos. Es comprometerse valientemente la élite con la transición en plazos específicos, hacia un Estado fuerte, hacia un fisco suficiente para mantenerlo, y luego ayudar a que suceda.

    Original en Plaza Pública

  • Dinámica de sistemas

    Los sujetos intentan mover la cosa en su dirección y, sí, pasan cosas que satisfacen a algunos. Pero solo tras el hecho logramos afirmar: «Ya vieron. Pasó lo que quisimos».

    Nos desagrada la falta de control. Tanto en la práctica como en las ideas queremos realizar nuestra voluntad.

    En asuntos públicos, la ilusión del control tiene una augusta historia. El derecho divino de reyes justifica que algunos tengan en la mano las riendas del Gobierno. El Leviatán describe los mecanismos del control. El príncipe prescribe su buen ejercicio. La democracia promete a cada uno control sobre lo suyo.

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  • Testarudos

    Mientras algunos se atrincheran en negar al resto de la sociedad aquello de lo que ya gozan ellos mismos, otros nos atrincheramos en exigir que a cada uno se le respete.

    No deja de causarme una perversa admiración la insistencia de algunos en rechazar la reivindicación de los derechos, la identidad, el idioma y los sueños de otros.

    Cada vez que surgen temas de cambio —como la necesidad de la educación bilingüe intercultural, la conveniencia de la diversidad religiosa o, más aún, la posibilidad de que ninguna religión tenga más sentido y autoridad que cualquier otro mito antiguo— saltan de inmediato los adalides de la tradición, los defensores de lo que se ha hecho siempre. Parecieran tener una energía inacabable para resistir el cambio, para denunciar a quienes sugieren que es hora de transformarnos. ¿De dónde les nace tanta perseverancia, tal capacidad para insistir, la imposibilidad de dar cabida al punto de vista opuesto? Ni la evidencia más sólida ni los argumentos ordenados en silogismos impecables logran penetrar su coraza.

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