Y pensar que ella podría haberse dedicado al negocio familiar, en vez de meterse en estas.
Sentado en el auto, la espera se hace eterna. El calor y la falta de aire dentro del vehículo van aumentando la tensión. «¿Qué pasó?», pregunta la gente. Lentamente viaja el rumor por la hilera: un bloqueo en la ruta, una manifestación.
Juan golpea irritado el timón. Se levantó a las cuatro y media, precisamente para evitar el tránsito en la carretera y cubrir a tiempo su ruta de ventas; y todo para venir a parar acá, atorado. «Desocupados», masculla mientras enciende la radio. Una mujer fresa –siempre se reconocen por el acento nasal– ya está despotricando. «¿Para qué vamos a pagar más impuestos? Si aquí lo que necesitamos es una república. Una república.» ¿De qué diablos estará hablando? Él lo que quiere es que lo dejen en paz. Exasperado, siente que no tiene ningún control sobre su vida.
Del otro lado de la barrera, Anselmo aprieta las manos sudorosas y piensa en su mujer. «Tené cuidado», le conminó con voz débil al despedirlo en la oscuridad. No ha sido la misma desde que perdió al niño. Quizá si hubieran podido comprar la medicina, pero ¿con qué dinero? Tres horas de caminata y aquí está, otra vez. Ya no cree mucho en bloquear la carretera, pero ¿qué otra queda? Tantas veces que se han sentado con señores de la capital, tantas promesas incumplidas. Exasperado, la frustración le sube desde el vientre.
Marina ve la televisión mientras desayuna en su casa. Ha sido una pelea larga, y siente que se le acaban las fuerzas, luchando por pagar anuncios, pagar abogados, ver que los colaboradores le aguanten a medio mes para que entre el dinero del donante. Lo que más cansa son las ingratitudes. «Comunista de los derechos humanos» le dijo el otro día su antigua compañera del colegio, esa que no mueve un dedo por nadie. Y pensar que ella podría haberse dedicado al negocio familiar, en vez de meterse en estas. Comienzan las noticias, y aparece en pantalla el presidente de la Corte: se deniega el amparo. Para él, la elección de magistrados fue tan limpia como un traje de primera comunión. Ella hunde las uñas en el forro de la silla. La frustración le revuelve el estómago. Si no se quiere ver, nunca habrá evidencia que alcance.
Maynor se baja del autobús, ya casi llega a la asociación donde trabaja. Le pagan poco y encima se atrasan, pero se siente útil. Aunque todavía lamenta no haber conseguido el empleo en la embotelladora. Lo excluyeron por ser de la USAC, le confesó un día su amiga que trabaja en Recursos Humanos. Distraído voltea la esquina, para toparse con un chico –no tendrá ni 20 años– que le pone una pistola en la cara. –Tu celular, maldito–, exige furioso. Maynor entrega el Samsung, comprado con su primer sueldo. El enojo rebalsa los ojos del joven ladrón. –Ricos de mierda– espeta, mientras le pega un tiro a Maynor y echa a correr. Maynor apenas siente el dolor. Apenas da tiempo a exasperarse cuando pierde el conocimiento.
* * *
Mientras tanto, en un lugar lejano, en un tiempo distinto, dos hombres juegan al ajedrez. Acompañados del coñac obligatorio en escenas como esta, el silencio de la sala en penumbra contrasta con el ruido y la luz de las escenas matutinas en la carretera, la casa y la calle.
En el tablero casi solo se han movido peones. Aquí dos se bloquean uno a uno, allá un peón ha quedado aislado. Volcado de lado sobre la mesa fuera del tablero hay un peón blanco que ha salido del juego. Noto con extrañeza que sangra, y ha dejado una mancha roja en la casilla recién desocupada. No es el único, pues entre los peones –blancos y negros– amontonados fuera del tablero hay varios manchados de sangre.
Uno de los jugadores recién ha movido un alfil y pone en jaque a su contrincante. Con sorpresa me doy cuenta que la pieza ¡tiene cara! y parece un magistrado de la Corte. El jugador sonríe y vuelve la vista a su oponente. Ambos rompen a reír. El juego va de maravilla.
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Va pues, la moraleja, para quien no la agarró. ¿Cuándo entenderemos que nos tienen de peones, que estamos atrapados en el mismo tablero? Usted, yo, el campesino, el profesional, la activista y el empleado, somos la misma gente, somos las mismas víctimas. ¿Cuándo dejaremos de culparnos mutuamente? ¿Cuándo entenderemos que este no es nuestro juego, que para cambiarlo necesitamos ponernos de acuerdo y actuar?