Aravá, urinal, ironía

Hace poco más de 100 años Marcel Duchamp compró un mingitorio, lo puso boca arriba sobre un pedestal y firmó «R. Mutt, 1917». Cambió el sentido del arte para siempre.

La historia, claro, no es tan sencilla. En 1917 Duchamp envió «La Fuente», el nombre que dio a su obra, como entrada a la exhibición inaugural de la Sociedad de Artistas Independientes en Nueva York. ¿Era arte? La directiva de la Sociedad, conflictuada, optó por ocultar la pieza durante el evento. Solo cobró notoriedad tras la divulgación de una foto que le tomó Alfred Stiglitz, por cuestionar a fondo si el arte es algo que se hace o más bien algo que se piensa.

Un siglo más tarde sigue intacta la eficacia de La Fuente como reto. Lo que el urinal hace inmejorablemente es subrayar que en el arte los objetos materiales son apenas vehículos de expresión. Uno sobre otro, se aplican sobre la loza los significados: desde su propósito práctico —disponer convenientemente de la orina— pasando por su naturaleza de género (es solo para los hombres), a su apropiación como objeto encontrado, al cuestionamiento del establishment («me meo en el arte», parece decir Duchamp) y hasta las múltiples referencias culturales de la firma inventada. Son como tantas manos de pintura, que al final casi no queda visible la cerámica blanca.

La ironía abre puertas y ventanas, pero aquí el poder prefiere mantenernos encerrados y sin opciones.

El pegamento que adhiere esas capas de significado —al fin, pintar sobre cerámica vidriada no es fácil— es la ironía. Sirven aquí todas las acepciones de la palabra: burla tanto como contrasentido. Porque lo que hacen los artistas es jugar una y otra vez con el humor y la contradicción: «esto no es una pipa», aunque lo que se pinte sea una pipa. Esto no es un Volkswagen, podría decir Efraín Recinos al montar un mapa antropomorfo sobre el capó de un auto.

Esa ironía, tan necesaria para expandir nuestras opciones, es la misma que falta por completo cuando se toma un trozo de chatarra de guerra y se exhibe montado en tres pilares. El destartalado Aravá, gordo instrumento de transporte aéreo que llevó insumos a la guerra contra la población en los años 80 es el mismo destartalado Aravá, gordo instrumento de transporte aéreo que hoy se monta en una peana y afea otro poco la fea ciudad de Guatemala. El presidente, desmañado comediante del humor obvio, celebra a la Fuerza Aérea con la obviedad de un avión. Marca la discutible relación entre el Estado de Israel y Guatemala con un discutible regalo de Israel a Guatemala.

En el mundo ceremonial del Estado perverso no hay espacio para la sorpresa, menos aún para la creatividad. La ironía abre puertas y ventanas, pero aquí el poder prefiere mantenernos encerrados y sin opciones. A pesar de ello, rebalsa la ironía que provoca sin querer y, por fortuna, usted y yo aún tenemos intacto nuestro humor: podemos tomar el mingitorio-avión para convertirlo en arte. Nosotros sí podemos agregar significado a la literalidad de Morales.

Él celebra unas fuerzas armadas que pueblan el paisaje urbano con tanques inservibles, helicópteros oxidados y aviones viejos. Nosotros vemos monumentos dignos de generales inservibles, ideologías oxidadas y crímenes viejos. Vemos el avión pintado de camuflaje militar que escasamente logra despegar del suelo sobre sus flacas patas de cemento. Damos un empujón: sin demasiado esfuerzo salta fuera del avión y cae al vacío el hombrecito, mandatario desleal, también pintado de camuflaje militar. ¡Hacen juego! Y muy pronto estará tan fuera de servicio el hombre como el avión, puesto de lado quizá sobre la peana del Parlacen, con la firma para siempre sobre una mejilla: «Iván Velásquez».

Ilustración: «Cangrejo» (1889), de Vincent Van Gogh

Original en Plaza Pública (modificado aquí el 16 de julio de 2023)

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