El olfato es extraordinario. Aun nuestra nariz humana, poco desarrollada, detecta cantidades insignificantes de compuestos en el aire.
El olfato evoca. ¿A quién no lo ha inundado la memoria de una situación de infancia al sentir un olor particular? Quizá grama recién cortada, libros viejos o ropa en un clóset, grasa de un taller o el rancio aroma de un cambiador de gimnasio. El olfato le habla a lo más antiguo del cerebro, ese que sirvió a la evolución para traernos hasta acá: el asco de la putrefacción fétida nos aleja de la infección, el aroma de la carne que se quema en el asador anticipa las proteínas y las grasas que ella contiene.
Pero el olfato acarrea otra curiosidad. Pasado un rato, dejamos de notar los olores, buenos o malos. ¿Cómo aguanta sin bañarse la gente que no tiene agua? Es que no percibe su hedor. ¿Por qué ya no siento el aroma del café recién molido? Es un rasgo valioso que deja sobrellevar lo malo y también impulsa a buscar nuevos estímulos. Pero su lado malo es que nos acostumbra a lo indeseable. Así sobrevive el recolector de basura: su olfato lo exime de la acre pestilencia que acarrea al recoger los desechos. ¡Y nunca deja de ser basurero!
Otro tanto sucede con el éxito y el fracaso, que nos acostumbramos a ellos. Me detengo en el fracaso por ser el lado a superar. Como con el mal olor, expuestos a él lo suficiente, dejamos de reconocerlo. Eso nos protege de una vida insufrible, pero al costo de ignorar la urgencia de ser mejores.
Mientras el mal olor es malo, así lo deseemos o no, convivir con el fracaso es abrazar el «así que se vaya». Es decir que lo malo huele bien, renunciar al empeño.
Hoy aquí estamos ahogados en derrota. Lo comenté la semana pasada: que ya no vemos fracaso en procurar que los maestros tengan menos formación. No vemos fracaso en graduar niñas de párvulos y con toga aunque —como con cada sucesiva graduación cuando no corresponde— solo se sancione el abandono prematuro de la escuela.
Ya no percibimos fracaso en bloquear con éxito una carretera sin obtener concesiones, nomás acrecentando el odio de una pacata clase media urbana que debería ser aliada contra la élite. Tampoco vemos fracaso en endilgar la muerte de un niño a un bloqueo de carretera cuando nada tiene que ver. No vemos fracaso en querer ganar un pulso político entre élite y campesinos mientras se ignora que cada día mueren tantos otros —niños, niñas, embarazadas, jóvenes heridos, ancianos— porque los servicios de salud carecen de lo mínimo: estar donde se necesitan y tener suministros.
Fracaso es que algunos celebren con alfombra roja el que haya agua en los baños del aeropuerto y aún lo llamen certificación internacional. Y fracaso es que algunos —pocos pero poderosos— se atrevan a decir en público que no ven corrupción en un gobernante ruin y que aún se piensen líderes de empresa y de la sociedad.
Pero, si esta desensibilización es igual a la del olfato, que sirve para sobrevivir en circunstancias difíciles, ¿no estará bien si al menos hace un poquito más llevadera la vida en el país miserable que heredamos y compartimos? Todo lo contrario porque, sin señalar continuamente el hedor del fracaso, no cambiaremos. Y es que, mientras la percepción del mal olor está en las operaciones recónditas de nuestro paleocerebro, allí donde no llega la conciencia, el fracaso está en las decisiones y en los actos deliberados de los individuos y las instituciones. Solo a veces, con agua, jabón o perfume, logramos cambiar un olor. Pero siempre podemos ser mejores si al menos lo queremos y procuramos.
Porque, mientras el mal olor es malo, así lo deseemos o no, convivir con el fracaso es abrazar el «así que se vaya». Es decir que lo malo huele bien, renunciar al empeño. Como Felipe Bosch, que viendo un gobierno pésimo se pincha la nariz, se aguanta y dice que no ve la corrupción. Es perderse en celebrar o deplorar la toga plástica de la niña en vez de darle un libro y un puesto garantizado en la escuela el año siguiente. Es decirle al estudiante de magisterio «así que se vaya», con mala formación, y qué importa si arruina la educación de los más pequeños. Es procurar que arda esta Roma podrida que tenemos, esta patria criolla que apesta, sin pensar que, luego de reducirla a cenizas, igual habrá que construir otra mejor. Y eso no lo harán quienes se ven bien pagados con el fracaso. Para eso debemos hacer las cosas bien, muy bien, extraordinariamente bien, y sin tregua.
Ilustración: El bobo (2024), con elementos de Adobe Firefly