Dinámica de sistemas

Los sujetos intentan mover la cosa en su dirección y, sí, pasan cosas que satisfacen a algunos. Pero solo tras el hecho logramos afirmar: «Ya vieron. Pasó lo que quisimos».

Nos desagrada la falta de control. Tanto en la práctica como en las ideas queremos realizar nuestra voluntad.

En asuntos públicos, la ilusión del control tiene una augusta historia. El derecho divino de reyes justifica que algunos tengan en la mano las riendas del Gobierno. El Leviatán describe los mecanismos del control. El príncipe prescribe su buen ejercicio. La democracia promete a cada uno control sobre lo suyo.

La ilusión se consagró en el racionalismo moderno. El universo como relojería —cada engranaje que responde a la cuerda e impulsa al engranaje que lo sigue— marcó 200 años de ideas, desde Descartes hasta Marx. Los actores diseñan el futuro. Son eslabones que completan la causalidad.

Pero ya Darwin, con ser contemporáneo de Marx, sembró la duda: no es en los individuos, sino en algo más sutil, donde se realiza la historia. Resultó ser en la información —que para la biología contienen los genes— donde transita la dinámica del proceso.

Recién termino de leer La revolución que nunca fue, de Virgilio Álvarez. No la reseño. Apenas me detengo en las reflexiones sobre el control que me despertó. El autor ha hecho una tarea urgente al documentar los hechos del 2015. Señala temas, fuentes y actores en los que historiadores, politólogos y curiosos impertinentes tendremos que seguir escarbando.

Sin embargo, me aparto de sus explicaciones que sugieren la ilusión del control como implícito en la historia. Decir «la revolución que nunca fue» es como decir «la revolución que sí fue» para Cuba en 1959 o para los Estados Unidos en 1776: una etiqueta plantada después del hecho. Nadie puede afirmar ex ante tal éxito o su contrario («la revolución que no será»), salvo en una casa de apuestas.

Explicar la historia diciendo «ya vieron; yo les dije» —como tiende a hacer en estos asuntos también Mario Roberto Morales— es problemático porque arriesga descontar en la memoria las muchas veces que afirmamos algo que luego no se cumple.

La debilidad en tales argumentos es que presuponen Actores —con mayúscula— que por voluntad propia controlan los procesos o que, pudiendo ser protagonistas, al no actuar abdican del cambio. Malos y buenos, conspiradores exitosos y entusiastas incompetentes pueblan una historia que depende de sujetos eficaces.

La explicación es insuficiente porque ignora la lógica de los procesos emergentes. A ella por igual están sometidos Todd Robinson, el G8, un ciudadano desentendido y la nueva izquierda. La historia, más que cadena deliberada de propósitos, intervenciones y logros o fracasos, es dar tumbos accidentales, una masa que gana volumen hasta llegar a un punto crítico y, entonces, a veces rápidamente se resuelve en un punto de inflexión, pero casi siempre sienta una tendencia de manera lenta.

Los sujetos intentan mover la cosa en su dirección y, sí, pasan cosas que satisfacen a algunos. Pero solo tras el hecho logramos afirmar: «Ya vieron. Pasó lo que quisimos». O no pasó porque faltaron líderes y decisión. Es como el apostador que asegura que su caballo ganó porque él se puso sus calzoncillos de la buena suerte. Explicar el 2015 como éxito de las maquinaciones del Cacif —que sí las hicieron— es tan ilusorio como atribuir el resultado a la falta de persistencia de quienes se plantaron en el parque —que también faltó—.

¿Quiere decir que no hay esperanzas en la historia? En absoluto, pero exige buscar explicaciones y hacer intervenciones donde opera la dinámica social, no donde quisiéramos que operara. Es reconocer que la sociedad está más en la dinámica sistémica que en actores virtuosos.

Esto explica por qué funcionó la represión de la guerra: no mató líderes simplemente, sino que mató suficientes líderes, acabó con suficiente población para destruir la dinámica del sistema. Entendemos por qué el Cacif consigue lo que quiere: porque hay suficiente gente, líderes y estructuras para perpetuar los absurdos, incluso a pesar de la voluntad del propio Cacif. No simplemente porque un Gutiérrez o un Bosch lo quiera. Y cuando vemos que cada vez les cuesta más conseguir lo que quieren es también porque ese sistema pierde miembros, desconecta elementos. Explica también la resiliencia del conservatismo chapín: no porque tenga razón, sino por sistémico.

Así, quien quiera la revolución que sí fue tendrá que usar su tiempo reproduciendo gente afín, vinculando elementos. Las ideas, buenas o malas, solo arrastran si se repiten en mil cabezas a la vez. Lo han entendido el MCN y la Escuela de Gobierno. Lo comienzan a entender algunos que construyen escuelas ciudadanas. O quizá no lo entiendan, pero igual hacen lo necesario: procurar una masa crítica.

Original en Plaza Pública

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