Testarudos

Mientras algunos se atrincheran en negar al resto de la sociedad aquello de lo que ya gozan ellos mismos, otros nos atrincheramos en exigir que a cada uno se le respete.

No deja de causarme una perversa admiración la insistencia de algunos en rechazar la reivindicación de los derechos, la identidad, el idioma y los sueños de otros.

Cada vez que surgen temas de cambio —como la necesidad de la educación bilingüe intercultural, la conveniencia de la diversidad religiosa o, más aún, la posibilidad de que ninguna religión tenga más sentido y autoridad que cualquier otro mito antiguo— saltan de inmediato los adalides de la tradición, los defensores de lo que se ha hecho siempre. Parecieran tener una energía inacabable para resistir el cambio, para denunciar a quienes sugieren que es hora de transformarnos. ¿De dónde les nace tanta perseverancia, tal capacidad para insistir, la imposibilidad de dar cabida al punto de vista opuesto? Ni la evidencia más sólida ni los argumentos ordenados en silogismos impecables logran penetrar su coraza.

Claro, puede argumentarse que la visión contraria tampoco cede. Con razón señalará alguno de mis comentaristas críticos (a quienes agradezco la lealtad de su lectura) que, en cinco años de escribir aquí, tampoco he cambiado mi perspectiva sobre el elitismo, sobre el racismo, sobre la inutilidad del Ejército, sobre la urgencia de invertir más en educación y sobre otros temas así, por más que me apremian a hacerlo con sus argumentos, anotando cada columna en que vuelvo, necio, a mis ideas.

Tienen razón. Visto por las formas y tomando apenas como ejemplo a algunos columnistas de Plaza Pública, tan testaruda es Iduvina Hernández en denunciar a los militares implicados en crímenes de guerra como lo es Ricardo Méndez Ruiz en defenderlos. Tan insistente es Ricardo Barrientos en pedir la consolidación del marco fiscal como Jorge Jacobs en exigir con urgencia el desmantelamiento definitivo de los impuestos progresivos. Tan necio soy yo en achacar responsabilidad y cobardía a una élite elitista como insistentes las plumas de la Sociedad de Plumas en ver en ella solo virtud.

Tienen razón, salvo por una importante calificación, un detalle clave. Mientras lo mío y lo de otros como yo es pedir una y otra vez el cambio, lo de aquellos es pedir una y otra vez que aquí no cambie nada. Sí, lo nuestro es la testaruda insistencia en que cada uno podamos reclamar lo propio —identidad, idioma, derechos, respeto, oportunidades—, así seamos mujeres u hombres, indígenas o mestizos, jóvenes o viejos, pobres o ricos, creyentes o ateos, homo- o heterosexuales, o cualquier otra cosa, por igual y en nuestros propios términos.

Lo de ellos es la obcecada apuesta a que el dinero es solo de quien lo arrebató primero, al derecho solo de quien ya lo tiene, al idioma solo de quien ya controla la educación, al poder solo de quien lo ejerció con más violencia y a las creencias solo de quien tenía la autoridad antes de que encontráramos que la ciencia lo explica todo mejor.

Es allí, en el fondo —no en las formas del argumento o en las estrategias del debate—, donde está el problema. Es un asunto de ética, no de perspectiva o de método. Los más conservadores suelen insistir con tozudez en la sacralidad de la propiedad privada —el control sobre lo propio— como derecho inalienable. Pero, extrañamente, ese reconocimiento a la propiedad privada y al control sobre lo propio no parecieran otorgarlo a la propia racionalidad, al propio idioma, a la propia identidad, cultura y dignidad y a las propias oportunidades de los demás.

Obcecados los dos, sí. Necios ambos, también. Pero, mientras algunos se atrincheran en negar al resto de la sociedad aquello de lo que ya gozan ellos mismos, otros nos atrincheramos en exigir que a cada uno se le respete, se le valore en sí mismo, se le reconozcan las oportunidades que nosotros, hijos del privilegio, ya tuvimos y seguimos teniendo.

Importa, y mucho, distinguir, por un lado, el uso persistente de los argumentos y, por el otro, el contenido de los argumentos en sí. Importa porque los reaccionarios más audaces hacen sofismas, reclaman para sí el manto de la lealtad a las viejas costumbres cuando les conviene. Pero denuncian llamando obcecados a quienes señalan que aquí esas viejas costumbres no nos han traído sino pobreza, ineficiencia, exclusión, dolor y muerte.

A veces querremos conservar las cosas que tenemos por buenas. Sin embargo, al ver la tradición de esta sociedad en que vivimos, la penuria que causa a tantos, la mala vida que nos da aun a los que estamos mejor, incluso a esos mismos que abogan por seguir igual, ¿cómo no hacernos los más tercos e insistentes abogados del cambio?

Original en Plaza Pública

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