La causa indígena y sus líderes tendrán que venir a la ciudad. Lo suyo no tiene por qué ser eternamente un campesinado pobre.
Cinco siglos en estas tierras cuentan una historia de invasión. Como toda invasión, es una historia sencilla: alguien tiene una tierra, otro la quiere. Entra en su territorio y se la quita con violencia.
A veces la invasión es repentina y la tierra se pierde de golpe. Otras, la mayoría, es una usurpación paulatina. Cien años de tratados mendaces hicieron falta para que Estados Unidos redujera a los indígenas a las reservaciones mínimas que hoy habitan.
No nos engañemos: dudo que en esto haya buenos y malos. La invasión es tan humana como prender fuego, crear civilizaciones y hacer el amor. El que hoy es víctima ayer fue victimario al quitarle a otro, ahora olvidado, lo que poseía. Pero seguramente en esto de la ocupación los europeos y sus descendientes sentaron cátedra inicua. El área expropiada, los pueblos reducidos y la persistencia de la intrusión son incomparables. Hazte a un lado, Gengis.
La reacción de la víctima también suele ser siempre la misma: atrincherarse. Por las buenas o por las malas se acostumbra a un nuevo territorio, más pequeño, repara el perímetro e insiste en que se respete. Hasta que el invasor quiera más tierra. Es una estrategia perdedora para quien no desea vivir en un búnker.
¿Cómo escapar del dilema de aceptar un espacio ínfimo ante el dominio ajeno con tal de que sea un espacio propio? Gandhi y Rosa Parks lo entendieron, como también Ho Chi Minh en lo suyo: toca salir de los límites que el invasor ha impuesto, jugar con otras reglas. Para Gandhi, abogado, fue una cuestión fiscal: atreverse a hacer sal. Para Parks, romper las reglas de la segregación. Para Ho fue literal: invadir lo que los franceses habían arrebatado.
Hoy, en Guatemala, el drama perenne se manifiesta otra vez en las márgenes entre lo indígena y lo mestizo. El invasor quiere las minas y el agua y para eso necesita la tierra del otro. Los pueblos reparan la cerca, montan la barricada y defienden la tierra, cada vez más dañada, más pobre, más pequeña. Sospecho que, sola, esa lucha sobre el terreno tiene un final avisado, un mal término.
Afortunadamente vislumbramos también un cambio de estrategia: la víctima se ha hartado de las reglas del poder. Un grupo de mujeres (siempre mujeres) demanda a una minera abusiva en Canadá. Se ha saltado la barricada para llevar la lucha al territorio del victimario.
Más cerca de casa, esta historia me sugiere que la causa indígena tendrá también que venir a la ciudad. La capital por antonomasia y otras por extensión. Cuando veo el mapa de las dos Guatemalas, siempre dos en todo, veo el mapa de una invasión. Ya no por las armas afortunadamente, pero sí violenta. Hoy pasar la frontera, entrar a la ciudad y hacerse ciudadano de fusiles, sables y 15 de septiembre impone al indígena romper nexos con tierra y familia, despojarse de su identidad e idioma. Son las reglas del dominador para asegurar que en ciudad, poder y gobierno haya solamente mestizos. De hecho o aparentes da igual.
Pero es en la ciudad donde están el comercio y el dinero, las comunicaciones, las leyes y los juzgados, todos los factores necesarios para ganar las decisiones sobre los territorios. O para perderlas en su ausencia. ¿Cómo superar el dilema: defender la tierra sin poder o conseguir el poder para afianzar la tierra?
La causa indígena y sus líderes tendrán que venir a la ciudad. Lo suyo no tiene por qué ser eternamente un campesinado pobre. No basta la presencia momentánea de 10 000 gentes afirmando su nexo con la tierra, caminando por la sexta avenida u ocupando una plaza solo para terminar agolpados ante la Casa Presidencial pidiendo audiencia siempre afuera. Hará falta su presencia, persistente y organizada, buscando gobernar, asegurando educación para sus hijas, esas que hace años, sin presente ni futuro, limpian casas para la clase media. Hará falta su presencia, persistente y organizada, como movimiento que lleva su causa al corazón del sistema político: no para hacer tratos faustianos entre caciques locales y diputados racistas, sino para expresar sus propios anhelos, convocar sus propias bases y promover sus propios intereses desde las leyes y las instituciones.
¿Podrán civilizar esta Guatemala incivilizada y marginadora? No lo sé. ¿Podrán evitar la violencia de un simple ajuste de cuentas? Espero que sí. Pero una cosa es obvia: no lo harán peor que nosotros, mestizos, que con nuestros potentados criollos en dos siglos no hemos podido dar justicia ni paz a estas tierras.