Ser guatemalteco es fácil: basta nacer aquí, estar puesto en un pedazo de tierra. Este año descubrimos también que la ciudadanía no es un documento, sino una convicción, una osadía, una práctica diaria.
Este no fue un año como los demás. Este año echamos un presidente a la calle.
Este año salimos, clasemedieros timoratos y conservadores, a protestar a la plaza. Por igual, amas de casa y campesinos de piel quemada reconocimos que sin protesta no hay progreso.
Este año hasta los encumbrados señores del dinero cerraron a regañadientes sus negocios. No porque quisieran, no por sumarse a la protesta, pero tampoco por resistir (¡al menos por una vez!) los indispensables impuestos que tanto temen. Este año cerraron porque tanto sus clientes como sus empleados se fueron a la calle a protestar y no quedó quién vendiera ni quién comprara.
Este año entendimos ¡al fin! que necesitamos ayuda para salir del fango. Este año el colombiano firme y la fiscal improbable mostraron que siempre se puede actuar bien, pero que hay que quererlo. Este año los jueces sucios encontraron que en la cárcel también hay espacio para ellos. Y con ellos, para funcionarios y empresarios.
Este año la muela que tiene cinco siglos de girar moliendo vidas se detuvo con mucho trabajo apenas por un momento. Cinco meses mágicos mostraron que el poder está en nuestras manos si nos hacemos dignos de él, si nos corremos el riesgo.
Este año la fácil vida del corrupto y del corruptor se hizo trabajosa. Este año, al negociante, al vendepatrias y al alevoso en el Congreso les tocó por igual esmerarse en estorbar el bien. Los arrogantes empresarios, acostumbrados a entrar al poder por la puerta de atrás, este año descubrieron que estaba cerrada con llave. No se dieron por vencidos, claro, pero debieron entrar por el frente y mostrar con vergüenza que progreso para ellos no significa sino lucro desmedido.
Este año tropezamos con unas elecciones cuando no nos servían. Este año le dijimos no a un insolente al que no le tocaba. Y este año un candidato descubrió que a veces basta estar en el lugar correcto en el momento preciso para ganar la carrera. Este año jugamos a la democracia como niños de tres años, con desenfado y sin responsabilidad.
Este año descubrimos que ser guatemalteco es fácil: basta nacer aquí, estar puesto en un pedazo de tierra. Este año descubrimos también que la ciudadanía no es un documento, sino una convicción, una osadía, una práctica diaria.
Pero este año termina. El tiempo, que no sabe sino correr, dejó ya atrás la algarabía. El bullicio de la plaza no hace ya eco en las paredes del centro. Las palabras «¡renuncia ya!» hoy son apenas un murmullo en los corazones de la multitud que ayer rebosaba los espacios públicos. Hoy nos ocupan más los convivios y los regalos que los impuestos y los presupuestos. Hoy los mafiosos traman nuevas fechorías —no saben hacer otra cosa—, y con trato faustiano los poderes de siempre ayudan al elegido a armar su gabinete. Hoy la evidencia de la triquiñuela y de la mala intención nos recuerda que el camino no termina, ¡apenas comienza!, que los años solo serán lo que hagamos de ellos.
Termina aquí mi año de columnas. Cuatro docenas de ideas fijadas en el tiempo gracias a esta Plaza Pública. Oportunidades repetidas para insistir en lo mío, en mi único mensaje: que sin ciudadanos no hay civilización. Gracias, lector, por su tiempo y su atención, por su lectura y sus críticas. Quieran la vida y el tiempo darnos otro año para juntos hacernos ciudadanos, para construir nuestra civilización.