Cualquier emprendedor lo sabe: primero se invierte, luego se produce y finalmente se gana. Estos, en cambio, lo quieren al revés.
Parado en la esquina del mercado, mientras esperaba el bus, era imposible no escuchar la conversación. El hombrecito moreno pedía con insistencia, y el otro, un tipo gordo y rosado, iba levantando cada vez más la voz.
Don Avarino, fíjese que necesito más plata pa’ la fábrica de tortillas, que la cosa no está caminando, usté.
—¿Cómo así que no está caminando?
—Pues sí. Fíjese que no está saliendo la cantidad de tortillas que necesitamos.
—Puta, lo que pasa es que las tortilleras se huevean el maíz y se lo llevan a su casa. Yo no te doy más plata hasta que dejen de huevear.
—Tiene razón, jefe. Algunas se lo llevan, pero qué quiere que haga. Siempre les hago la prueba del polígrafo a las candidatas a tortillera, pero con el presupuesto de la fábrica no alcanza para contratar alguien de recursos humanos que las examine con más cuidado. Entonces, siempre se me cuelan algunas que no son muy confiables que digamos.
—¿Ya ves?
—Sí, pero como le digo: aunque encontrara mejor gente, igual no sale.
—No, hombre. Lo que tenés que hacer es una reingeniería, vos.
—Ay, don Avarino. Si ya le pedí a Iván. ¿Se acuerda? ¿El que antes era guardián en la finca Medellín? Le pedí que hiciera de supervisor, y el gringo de la esquina me prestó plata cuando usté andaba en la capital, al menos para darle un su adelanto a Iván. Pero ahora me estoy tronando los dedos. A ver si con lo que ahorramos por mejorar la producción de tortillas le puedo pagar. Ojalá lleguemos a fin de mes.
—Así mero. ¿Ya viste que sí se puede? Solo es cosa de ser optimistas, de entrarle con empeño. Aunque, ¿por qué al Iván? No le tengo confianza a ese tipo con sus ideas comunistas. Y peor con pisto del gringo. Seguro después algo va a querer a cambio. Pero ni modo. A golpe dado no hay quite. Seguí así entonces.
–Pero, pero… Don Avarino, igual no sale. Usté me da 1 000 quetzales al mes para el maíz, y tendríanos que estar comprando 1 500 para cubrir la demanda. Aunque nadie robara, de todos modos no llegamos a la cantidad de tortillas que le prometimos al supermercado Los Chapines.
—No, vos. No están dadas las condiciones. Yo, mientras no vea que dejen de robar, ¡rechazo que le pongamos más plata a la fábrica! Hace ratos estoy con ganas de producir componentes aeroespaciales en vez de tortillas, pero ustedes no ayudan. ¿No sabés que hasta se lo ofrecí a mis cuates en el Encuentro Nacional de Tortillerías? Pero ni modo. Por eso siguen siendo pobres ustedes. No quieren. Pensándolo bien, ¿no será que vos también me estás robando? Ha de ser que vos también sos corrupto y por eso no sale la cuenta. Ese es el problema. Es la corrupción. Todos ustedes son unos corruptos.
***
Bastante transparente el cuento, ya sé. Pero no estoy aquí para escribir prosa inmortal ni para enviar mensajes cifrados, sino para subrayar lo obvio. Puesto así, no queda más remedio que indignarnos ante el absurdo. No es solo que cuesta tomar en serio la palabra de quienes dicen que tenemos que cambiar para ser mejores, pero que nunca, entiéndase nunca, están dispuestos a sacrificar de lo propio. Es que sus argumentos son tan patentemente absurdos —falsos incluso— que nos obligan a admitir que solo hay dos explicaciones: o entienden tan poco del problema que no debieran tener ningún liderazgo en los asuntos nacionales, o es que, además de ser hipócritas, pidiendo cambio sin cambiar, también debemos tacharlos de cínicos.
Cualquier emprendedor lo sabe: primero se invierte, luego se produce y finalmente se gana. Estos, en cambio, lo quieren al revés. Piden a la vaca flaca que produzca leche. Luego, que vaya ella misma al mercado a venderla y que regrese con la plata. Y entonces, tal vez, le venderán algo de pasto.