El mal que somos

Aquí está la lección que les habla sobre todo a los reformistas tímidos, a esos miembros de la élite económica que hoy quieren algo mejor y acaso reconocen el problema, pero aunque se atrevan a verse en el espejo no alcanzan a dar el mea culpa como clase y como grupo de interés.

El comisionado Velásquez de la Cicig y la fiscal Duarte del MP están de buena racha. Como en las mejores telenovelas, con precisión destapan un nuevo escándalo cada vez que hace falta, ya para levantar el ánimo de los ciudadanos que protestan, ya para reducir a la canalla política cuando esta piensa que tiene ganada la partida.

Hay que admitir que los políticos y el poder económico se la pusieron fácil. Con buena técnica investigativa, paciencia prudente y persistencia de hierro —notables aportes de Velásquez a la Cicig y a la justicia guatemalteca—, examinar casi cualquiera de los negocios políticos iba a rendir la podredumbre encontrada.

Esta constatación, de que en nuestra sociedad la corrupción es generalizada, es tal vez la lección más desoladora que deja el informe de la Cicig sobre el financiamiento de la política en Guatemala. Ya conocíamos a los capos criminales, esos que hoy se encaraman en las tarimas de campaña y se atreven a amenazar con insolencia a la justicia. Ya intuíamos los vínculos entre empresas, diputados y partidos. Pero el informe desnuda que en cada municipio, en cada localidad donde la política y el dinero se dieron la mano sin control, también encontraron a un guatemalteco presto a aprovechar las circunstancias y armar su pequeña o gran mafia. En una irónica perversión de la democracia: cualquiera podía ser mafioso. Bastaba nomás con carecer de escrúpulos. ¡Y no faltaron voluntarios!

Lo que desnuda la documentación de la Cicig, lo que algunos no querrán entender, es que aquí no hay algo que salvar, como si alguna vez hubiéramos sido buenos. La maña, el engaño, el afán de aprovecharse, la mentira como táctica de vida ya estaban allí, en lo cotidiano, esperando su oportunidad. Nuestra democracia ingenua se construyó en 1986 en nombre de las mejores intenciones, pero sin transparencia, sin justicia y bajo la tutela de patronos interesados. Fue el abono perfecto para que creciera la corrupción.

Los hallazgos obligan incluso a cuestionar nuestras explicaciones históricas. Nos acostumbramos a pensar que la Revolución de octubre falló cuando se la revirtió en 1954. Pero tendríamos que admitir más bien que su problema estuvo en el inicio, justo por no haber alcanzado a liquidar el caciquismo local, la componenda opaca entre empresarios y políticos, la mafia militar: tres cánceres que siguieron creciendo solapadamente durante la década revolucionaria y desaforadamente tras la caída de Árbenz, durante la guerra y ya en democracia.

Aquí está la lección contemporánea que les habla sobre todo a los reformistas tímidos, a esos miembros de la élite económica que hoy quieren algo mejor y acaso reconocen el problema, pero aunque se atrevan a verse en el espejo no alcanzan a dar el mea culpa como clase y como grupo de interés. Por seis décadas quisieron tener gobiernos hechos a su medida. Se conformaron con una política falsa, de líderes comprados, y con ello mandaron la señal que otros entendieron muy bien: aquí política es igual que negocio, y partido es igual que empresa. Pero no se puede tenerlo todo. Como en los clásicos de horror, el engendro cobró vida y empezó a velar por sus propios intereses antes que por los de sus amos. Hasta que Iván Velásquez lo desnudó de un tirón.

Hoy, desde las calles tenemos una nueva oportunidad para enderezar el camino, pero hacerlo exige evitar los errores del pasado. Volteando el lugar común, entendamos que ser parte de la solución exige primero reconocernos parte del problema. ¿De dónde piensa que salió el electorado de Pérez Molina y sale el de Baldizón? Por el lado ciudadano, admitamos que esa miríada de alcaldes y concejales corruptos, diputados distritales, empresarios locales transeros y activistas de la política sucia son como nosotros, podríamos ser nosotros mismos. Empecemos admitiendo que el mañoso no es listo o chispudo, sino un vulgar aprovechado. Y sobre todo empecemos por denunciarlo.

Por el lado de la avanzada entre la élite económica tendrá que venir el reconocimiento, de una buena vez, de que el problema empezó con ellos. Su ánimo redentor es incompatible con la ingrata disciplina de clase, que hace más daño que bien, incluso a sus propias intenciones modernizantes. No alcanza con señalar a otros: deben señalarse a sí mismos. Se acostumbraron a tenerlo todo, pero hoy les valdría recordar las palabras de Richards y Jagger: «No siempre puedes obtener lo que quieres, / pero a veces, si lo intentas, descubres / que consigues lo que necesitas».

Original en Plaza Pública

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