La penosa necesidad de validación del «sector privado»

En la antigüedad, la relación entre poder y riqueza era transparente. Los reyes se arrogaban el mando como derecho divino y se apropiaban del trabajo de los demás porque les tocaba.

Con la modernidad se entrelazaron de forma nueva dos conceptos. El primero, presente desde la Grecia antigua, fue la democracia: la soberanía es del pueblo, no de un monarca arbitrario. El segundo es más nuevo, el capitalismo: la riqueza es autónoma y pertenece al que la produce. Todos ganamos al reconocer la propiedad y liberar el intercambio del yugo de un monarca expoliador.

La ventaja fue obvia: tres siglos de explosión productiva inédita. Esa pareja de motores ideológicos —igualdad y lucro— lanzó a volar el avión de la humanidad. Pero, como trato faustiano, el enorme logro trajo también enormes problemas. Sobrepoblación, desigualdad y contaminación son apenas tres. Y trajo penas a los ricos.

Bajo el Ancien Régime se podían ostentar poder y riqueza. Sin dar explicaciones porque Dios lo mandaba. La modernidad acabó con eso, pero no con el afán de acumular, e inauguró los esfuerzos por justificar el lucro en sí mismo y el poder como natural consecuencia. Podríamos culpar al gran Adam Smith, que reconoció que era egoísmo, no benevolencia, lo que llevaba al carnicero a vender carne. Pero tampoco era iluso: «La gente del mismo oficio rara vez se reúne […] sin que la conversación termine en una conspiración contra el público…». Tras él, generaciones de teóricos de la gerencia y de la empresarialidad e incontables escuelas de administración y finanzas intentaron dotar al lucro de un brillo de ciencia y, sobre todo, de legitimidad. La apoteosis llegó en la década de 1980, cuando el lucro insolente se vistió de virtud: hacer plata era bueno; hacer más plata, ¡mejor!

No duró mucho. Con la crisis de 2008, la casta banquera, millonaria a costa de mover papelitos de aquí allá en nombre de un valor agregado que ni ellos mismos encontraban, sumió al mundo en la debacle. Los demás pudimos ver el plástico barato. Nomás se rascó el acabado dorado de la estrella financiera. Pero para entonces controlaban el poder. Y, mientras los deudores cargaron entera su parte de la irresponsable fiesta especulativa, los acreedores nunca se dieron por enterados, pues siguen poniendo las reglas.

¿Por qué importa? Porque, mientras el panadero se justifica en hacer pan, la doctora en cuidar la salud, el campesino en labrar la tierra y el ingeniero en producir máquinas, el financiero y el empresario tropiezan buscando justificación intrínseca para sus superganancias —¡ya los otros lo están haciendo todo!— y deben esforzarse por dotar de significado a su empeño. Solo el más cínico responderá que lo suyo es acumular riqueza, los demás dirán estar en el arbitrage, en la eficiencia.

Surge entonces el contorsionismo verbal: sector productivo, responsabilidad social empresarial, foro económico mundial, nombres cada vez más grandes para justificar la injerencia de quienes juntan la plata en la vida de quienes hacen las cosas. Pero no se complique. Repita conmigo: «La plata es medio, no fin». Los financieros son conserjes.

Veamos un ejemplo trillado: Bill Gates. Su fortuna personal ronda los 80 000 millones de dólares, bastante más que el PIB de toda Guatemala. Le fue bien. Pero su corazoncito primero estuvo en hacer software. Ahora hace inodoros sin agua y persigue la malaria. El dinero es medio. Aparte es que debajo de Gates haya hordas gerenciales y financieras cuya función sea amontonar dinero. Sin estos, él igual haría software y repartiría inodoros, pero no valdría 80 000 millones. Tampoco tendría que justificar esos millones.

Entonces, si hay emprendedores que hacen cosas buenas, ¿por qué tanta necesidad de la élite empresarial por declararse buena? Es como si reconociera que el lucro, tras 300 años de capitalismo, sigue siendo un motivo insuficiente. Esto tiene corolario: pedimos que los Gobiernos no se metan a manejar empresas. Reconozcamos que al revés también vale. Las empresas y el mañosamente llamado sector productivo son medio, no mando. Y sí, los ciudadanos –incluso los más acaudalados– pueden tener espíritu público. Quiero creer que yo también hago cosas por el bien común, no solo por beneficio pecuniario. Igual los empresarios. Pero son primero ciudadanos. Aparte es que se ganen la vida explotando la tierra o cultivándola, fabricando ingenios, comerciando o moviendo dinero. Su bondad será buena; y su generosidad, generosa. Pero de ahí a venir con que la empresarialidad y el lucro son los buenos de la película, hágame el favor. Hace ratos que ese emperador anda soberanamente desnudo.

Original en Plaza Pública

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